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El síndrome del ascensor

A Coruña

Es curioso, pero para mucha gente la incertidumbre puede ser tan angustiosa como la certeza de una desgracia. Me di cuenta de ello el otro día, cuando escuchaba a una amiga hablar sobre diagnósticos mientras engullía un risoto. Ella explicaba a todos los presentes que muchos niños no están diagnosticados correctamente de sus trastornos y que, en muchas ocasiones, los profesionales médicos se sienten incapaces de llegar a un acuerdo sobre la enfermedad de su paciente. Pero cuando por fin se descubre qué es lo que padece el niño, entran en una nueva fase: pueden leer sobre el tema en internet, conocer a otros padres y encontrar cierto consuelo, aunque el trastorno sea incurable. Saber el nombre de la enfermedad es un alivio.

Estaba de acuerdo. Conté mi propia experiencia sobre el tema ante la incrédula mirada del resto de los comensales. A medida que se desarrollaba la historia, miraban a su alrededor para asegurarse de que nadie más nos estaba oyendo.

Bueno, resulta que hace cuatro años, por pura casualidad., me inscribí en un gimnasio de artes marciales. Había entrevistado al profesor, un tipo curioso que había servido con los rangers americanos durante la primera Guerra del Golfo, porque un puñado de rumanos había tenido la nefasta ocurrencia de intentar atracarle. Salía del gimnasio con una riñonera, un tipo bajito y poco impresionante, y echaron cuentas: ocho contra uno. Un golpe fácil. Así que se detuvieron (viajaban en dos coches) y le preguntaron a donde se iba a algún sitio mientras uno de ellos se le acercaba por detrás con una barra de hierro y le atizaba en la cabeza. Dos minutos más tarde, el último de ellos se arrastraba de vuelta al coche, tras perder el uso de las piernas, y todos se daban a la fuga maldiciendo al tipo que dijo que las matemáticas eran ciencias exactas.

La historia dio para un buen titular, lo que le agradecí, y me apunté a su gimnasio porque ya tengo una edad y me aseguró que las artes marciales eran excelentes para mantenerse en forma. Así que desde entonces, cuando tengo una hora libre, cojo mis pantalones y mi coquilla y aprendo la forma tradicional en Oriente de hacerle daño a la gente. Pero en realidad, nunca he lesionado a nadie hasta que el otro día, practicando con un chaval de 18 años, le lancé una patada que le acertó en los testículos: cayó al suelo como un saco de patatas. Le pedí disculpas mientras cojeaba hacia el cuarto de baño. Volvió poco después, dispuesto a por la revancha, así que seguí tratando de reventarle la cabeza a patadas cuando me fijé en la expresión de dolor que ponía. Me acerqué y le pregunté como estaba, y me confesó que se le había subido un huevo.

Le miré con ojos desorbitados y le dije que tenía que irse al hospital. Me ofrecí a llevarlo yo mismo, pero el profesor dijo que lo haría él. Mientras telefoneaba a sus padres, yo me acerqué al vestuario para pedirle otra vez disculpas y mostrar un poco de interés. El chico ya se había desnudado, y se disponía a ducharse, pero no tuvo reparos en mostrarme la... lesión.

-¡Mira! ¿Te parece que está normal? -me preguntó mientras tocaba con un dedo su escroto rasurado, donde se hundía como si fuera un balón pinchado.

Yo farfullé que no tenía ni idea de cuál era el aspecto habitual de sus testículos mientras bloqueaba aquella visión con las manos y apartaba el rostro, al tiempo que trataba de que mi nuca expresara interés y preocupación. Lamentablemente, no me guardaba rencor, así que me vi obligado a darle la mano antes de volver a la sala. Estaba junto al saco pensando que acababa de recibir un castigo desproporcionado por lo que, a fin de cuentas, no había sido más que un accidente cuando me abordó un tipo que me aseguró que aquello no tenía importancia.

-Es muy normal. Basta con que el médico te presione el vientre hacia abajo para que caiga. Duele un poco, pero nada más. Se llama huevo-ascensor.

Le escuché con interés. Normalmente nunca habría tomado en consideración ninguna opinión médica proveniente de un tipo capazar de hacerse un enorme tatuaje en el hombro con el logo del gimnasio, pero esta vez esperé un tiempo prudencial para asegurarme que el chico se hubiera puesto los pantalones y se lo comenté. Mientras caminaba como un vaquero hacia la salida, aseguró que el facultativo tatuado no tenía ni puta idea de nada, pero yo observé cómo se alejaba con un alivio que él estaba todavía muy lejos de sentir, por lo menos hasta que lo medicaran. Ya no era el chico de la mitad de mi peso al que le había propinado una brutal patada en los testículos. Simplemente, tenía el síndrome del ascensor.

 
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