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La fotografía de Sergio Soto

Valerón, Patrimonio de la Humanidad

La fotografía de Sergio Soto (12/05/2016)

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A Coruña

Mentir cuando a uno le preguntan “¿qué tal?” es un signo de cortesía. Siempre hay algún idiota que considera que debe ser sincero y responde que “mal”. Es el tipo de desgraciado que desata una conversación que no lleva a ningún sitio, en la que no queda espacio para la compasión porque todo ha sido absorbido por una enorme incomodidad en forma de remolino. En general, las buenas maneras se caracterizan más por los protocolos que por la utilidad, pero hay códigos universalmente aceptados para evitar situaciones incómodas y en todos ellos la sinceridad juega un papel secundario, al servicio del escaqueo.

Esta regla de la consideración, consistente en no decir la verdad para no angustiar a quien te escucha, tiene, como todas, su excepción. No opera en el fútbol, donde la única cortesía la marca el resultado. En este territorio del vaivén de las grandes pasiones los ídolos pueden crearse con un flechazo y destruirse con dos malas patadas. No hay lugar para la comprensión. La relación que se forja entre el ídolo y la grada es un amor presentista, incapaz de recordar el ayer, que solo puede pensar en el hoy y soñar con el mañana. Los más grandes han caído bajo la tortura de los pitos de los suyos cuando ya no podían ser ellos mismos: Casillas, Raúl o Xavi Hernández. Siempre llega el ocaso en el fútbol y lo hace de un modo especialmente cruel, porque todavía le quedan muchos años de vida al deportista para revolcarse en la melancolía del recuerdo. Todo el recorrido de esta tragedia es inevitable, salvo que seas Juan Carlos Valerón

Si eres Valerón romperás también esta norma. Al “¿qué tal Valerón?”, uno siente siempre la obligación de responder que “bien”, aunque ya sea un poco mentira. Hace un tiempo que <<el flaco>> se despidió de A Coruña, pero se llevó de la ciudad un trozo de corazón que hacía pensar que algo muy profundo seguía vivo mientras él siguiera. Cada vez que saltaba al campo, aunque fuera ya vestido de otro color, parecía como si las grandes tardes regresaran, como si aún quedara tiempo para tocarla otra vez, la última vez. En realidad Valerón nunca fue futbolista, siempre fue leyenda. Nació para atravesar fronteras con la misma naturalidad con que atravesaba las líneas rivales con solo un pase. Por eso siempre salió aplaudido, incluso en Balaídos, donde el público del eterno rival se conmovió al verle marchar y le dedicó una ovación. Su talento le hizo inmenso, pero su actitud, su comportamiento le convirtieron en Patrimonio de la Humanidad. Nadie pitaría a la Catedral de Santiago ni al Machu Picchu, como nadie pitaría a Juan Carlos Valerón. En un deporte en que se reivindica tanto la testosterona, él parecía capaz de jugar con las manos en los bolsillos. Por eso, ahora que ha vuelto a despedirse y que el calendario ha querido que lo haga el día en que se salva el Dépor, por favor, que alguien detenga esta locura, le cosa unos bolsillos al pantalón corto y que siga tocando un rato más.

 
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