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El troll y la filosofía

A Coruña

Tuve un amigo troll antes de que existiera Twitter. Instalado en su particular modo de ver la vida, aquel tipo solo hallaba algo de felicidad en la continua amargura. Quería creer que en el fondo de su comportamiento había una especie de raíz filosófica. Despreciaba tanto el mundo, lleno de defectos y contradicciones terribles, que el hecho de pertenecer a él le hacía sentirse a disgusto consigo mismo y alimentaba la rueda. Iba a los mejores restaurantes solo para poder decir que la carne nunca estaba en su punto, se pasaba por la charcutería para quejarse de lo caro que era todo y, como no fumaba, rastreaba en las terrazas los paquetes de Marlboro para poder sentarse al lado del fumador a reprocharle su humo con una tos fuerte, muy fuerte, exagerada, casi mortal.

Una vez me contaron que cuando el indeseable de mi amigo se quedó en el paro montó un negocio de hostelería. Se corrió la voz y todos aquellos a quienes había molestado acudieron a hacer cola a su local. Cuando los vio venir el tipo huyó por la puerta trasera y se puso el último de la cola para protestar porque allí no les atendía nadie. Más de una vez intentaron partirle la cara. En Twitter eso es más difícil.

Conviene que de vez en cuando haya un juez como el del Juzgado de instrucción número 8 que condene a unos idiotas a indemnizar a tres periodistas coruñeses por insultos y amenazas a través de las redes sociales. Sorprende que alguien pretenda ampararse en la libertad de expresión para poder reprocharle a un periodista que emita un opinión distinta a la suya. No, no hay filosofía, solo aburrimiento.

 
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