Sociedad
El estilita

Diversión a lo grande

A Coruña

Uno de los muchos motivos de frustración para un periodista es que, incluso aunque se consiga una noticia que valga la pena, en muchas ocasiones falta la foto que la acompañe. No siempre es fácil, pero últimamente he tenido una racha ganadora. Comenzó cuando un policía me chivó que habían robado en un restaurante y que el dueño tenía las imágenes de cámaras de seguridad en la que se veía a dos ladrones encapuchados llevándose las cajas registradoras. En los últimos meses, la ciudad ha sufrido una ola de robos en establecimientos comerciales que los medios de comunicación seguimos de cerca, pero como siempre tenían lugar de madrugada era difícil conseguir una buena imagen, incluso si te enterabas del robo. Con suerte, una luna rota. Pero el dueño me pasó las fotos por whatsapp, cuatro imágenes de tan bajísima resolución que no se podían publicar a gran tamaño, así que las dispuse en forma de mosaico. Eran la joya de la corona de mi artículo (que abría el periódico), lo que realmente le haría destacar de entre el resto de los futuros envoltorios para pescado. Pero cuando ya me iba, mi jefe decidió que las quería para la portada y me tuve que conformar con una foto de la fachada de un bar robado.

A la semana siguiente, una señora al volante de uno de esos cuadriciclos que no necesitan carné de conducir arrolló a un poni cuando se dirigía al trabajo, por la carretera de Bens. También había sucedido de madrugada, así que pensé que habrían retirado el cadáver del animal y no envié al fotógrafo, pero resultó que habían tardado mucho. La voz tenía las imágenes, pero yo no. Un tipo me pasó una imagen del cadáver, con la cabeza despellejada por el impacto, pero ese día no había foto de portada, así que fui hasta Bens a buscar la manada de la que había salido el poni. Sabía que existía porque no era la primera vez que invadían la calzada. Pertenecían a un sujeto que los mantenía sueltos porque creía que los animales debían estar en libertad en su hábitat, y ni siquiera las denuncias de la Policía Local le habían hecho cambiar de opinión. Ya había tratado de localizar la manada en dos ocasiones pero aquella vez, lo conseguí: justo en frente a la depuradora, en un desvío a la derecha, había dos caballos de pequeña alzada frente a un camino lleno de estiércol.

La depuradora hacía que todo oliera como el retrete de un local de copas a las cuatro de la madrugada y estaba tratando de no respirar y de decidir si dos animales son una manada (siguiendo mi vieja máxima de que dos robos son una ola) cuando descubrí a otro caballo oteando en lo alto del monte. Subí por un sendero lleno de barro y allí estaban: media docena de animales que mascaban la hierba y me miraban con curiosidad. Uno de ellos se dirigió directamente hacia mí, como si me conociera, y me olisqueó. Le acaricié la testuz mientras llamaba al fotógrafo. 15 minutos más tarde, el profesional de la imagen estaba allí, resollando por el esfuerzo de la subida. Debió pisar toda la mierda de caballo que había esparcida por el prado mientras sacaba fotos desde todos los ángulos posibles. Yo estaba encantado conmigo mismo: por fin había conseguido una foto de la manada que podría ir en portada. Pero, al final, mi jefe se decidió por una de un grupo de personas con paraguas. Llovía en Galicia y con una noticia de ese calibre no podía competir.

Una semana después, volví a casi conseguirlo con otra fotografía sobre un caballo muy diferente. Hacía tiempo que había localizado una chabola donde traficaban y fumaban heroína, muy cerca de un centro comercial, oculto tras un cartel publicitario enorme donde se podía leer "Diversión a lo grande". La primera vez, la ironía me hizo reír un buen rato. Subí con cuidado los escalones de cemento que llevaban al galpón y me asomé por la ventana. Era un desastre: sucio, cubierto de papel de plata, restos de tabaco y envoltorios, mecheros y cuchillos. En el centro, un sofá cubierto de polvo con un hinchable rosa a modo de cojín. Parecía el lugar ideal donde pillar la hepatitis. O la lepra. Era precioso, lo más bonito que había visto en mucho tiempo, así que llamé al fotógrafo, pero antes de que llegara, alguien se movió por el interior y tuvimos que largarnos. Volvimos a intentarlo días después, pero siempre había alguien rondando por ahí, y no tuve suerte hasta que regresé un domingo.

El lugar parecía desolado sin los coches de clientes del centro comercial aparcados en todas partes. De hecho, los únicos vehículos allí eran de los de mi fotógrafa (que se había vestido como para salir de marcha, con un vestido y botas) y el mío. Caminé hacia los escalones de cemento disimulando, como si paseara, y eché un vistazo a la entrada: nadie. Iba a hacerle un gesto a la fotógrafa para que se acercara cuando bajó por la carretera un Peugeot 205 negro con la palabra "Turbo" en la carrocería y dos tipos agitanados en su interior que se pusieron a tocar el claxon en cuanto nos vieron. No se detuvieron, pero tampoco dejaron de pitar hasta desaparecer. Entonces nos dimos cuenta de que creían que éramos policías y que trataban de advertir a sus amigos. Volví a mirar. No había nadie en esas escaleras. Las subí y me asomé al ventanuco. Nada. No había nadie. Quizá fuera porque los toxicómanos también van a comer a casa de sus padres los domingos, pero era nuestra oportunidad. La fotógrafa subió los escalones, pero resultó ser demasiado baja como para mirar por el ventanuco, así que tuve que sostenerla por la cintura mientras sacaba foto tras foto del interior cochambroso. Un par de fotos más del exterior y nos dimos a la fuga.

Más tarde, la fotógrafa me dijo que la roña del cristal había estropeado la foto, porque la hacía aparecer difuminada. Supongo que debía haber llevado cristasol pero en el fondo, me dio igual. La foto salió abriendo el periódico, en otro trepidante artículo alertando a la ciudadanía de la expansión imparable de la heroína en sus calles. Es posible que en esta ocasión la prensa exagerara, pero la publicidad no. Había sido diversión a lo grande.

 
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