Sociedad
El Estilita

La defensa Schrödinger

A Coruña

Uno de los problemas que afronto a diario es mi incapacidad para discernir entre lo que es verdad y no lo es, lo que es una limitación importante en alguien que se supone que tiene que informar a la gente de lo que está pasando. Normalmente, tengo que rendirme y limitarme a reproducir lo que alguien afirma que es la verdad y cruzar los dedos, porque la certeza me esquiva. El ejemplo más claro me ocurrió la semana pasada, cuando un colega guardia civil me pidió que me pasara por el tribunal militar que se encuentra en la Ciudad vieja donde se iba a celebrar un juicio a un par de compañeros suyos, a los que acusaban de haberse estrellado a propósito con el coche patrulla para pillar la baja. Había ocurrido en Lugo, así que no me interesaba, pero él me recordó toda la información que me había pasado a lo largo de los años. “No tienes que hacer escribir nada -me aseguró- solo tienes que pasearte con tu identificación de periodista”. Al parecer, los mandos de la Guarida Civil sentían una aversión patológica hacia la prensa, sobre todo en los juicios militares, y quería molestarles.

No era la primera vez que me decían a la cara que resultaba ofensivo, pero sí era la primera vez que me invitaban a un evento por esa razón, así que acepté a regañadientes y fui el día acordado, solo para enterarme de que habían aplazado el juicio. La segunda vez, entré en el recinto de la Delegación de Defensa y el guardia de seguridad me preguntó si llevaba un arma, pero me dejó pasar cuando negué con la cabeza y le enseñé mi bolígrafo. Me colgué la identificación del cuello y esperé con letrados, acusados y testigos en el patio interior y mientras esperaba, empezó a calar en mí el frío. Y la duda.

En un principio, mis simpatías estaban de parte de los compañeros de mi colega. No solo porque representaban a los agentes de a pie oprimidos por los superiores, y todos los currantes debemos estar unidos por principio, sino también porque la acusación me parecía rocambolesca ¿Quién diablos se estrellaría con un coche para fingir una lesión y cobrar una baja? Sobre todo en la Guardia Civil, donde tenía entendido que los médicos te concedían sin ningún problema una baja psicológica. Pero los acusados no inspiraban mucha confianza. Ambos eran tipos de cuarenta y tantos, con aspecto de extras de película de barrio. Habían acudido al juicio con vaqueros y sudadera, y uno de ellos era calvo excepto por una larga y grasienta coleta que le caía por la espalda y lucía varios pendientes en una oreja. No encajaba precisamente con la idea que tenía de un caballero benemérito.

El tipo se plantó delante de los jueces militares con sus pulgares (parecían salchichas) metidos en los bolsillos de sus vaqueros. El presidente del tribunal, un tipo regordete que destilaba la mala leche de los bajitos, le preguntó si podía sacarse las manos de ahí. Él le respondió que tenía tendinitis y que si no apoyaba los pulgares, sentía dolor, pero después de soportar un segundo la mirada del juez, decidió que podía aguantarlo un rato.

Aquel episodio me hizo dudar, y lo que siguió después solo contribuyo a avivar mis dudas. Por el banquillo de los testigos pasó el capitán del cuartel (que sí tenía pinta de guardia civil), un inspector de Atestados del Instituto Armado y un ingeniero civil, testigo de la defensa. La historia era la siguiente: los dos acusados estaban de patrulla por un rincón perdido de Lugo, recorriendo una pista forestal, cuando se les cruzó un corzo en una curva y acabaron estrellándose contra un talud, a menos de cincuenta kilómetros por hora. La acusación mantenía que los guardias no tenían nada que hacer allí y que habían escogido el lugar para simular el accidente, cuando estaba a punto de terminar su servicio, mientras que la defensa aseguró que los agentes se limitaban a cumplir con su deber, que era vigilar las peligrosas carreteras comarcales, donde tienen lugar la mayor parte de los accidentes de tráfico.

Después el perito benemérito aseguró que las huellas de rodadas no se correspondían con la historia de los acusados, porque trazaban una línea recta hacia el talud durante ocho metros, como si simplemente no hubiera cogido la curva y hubieran seguido adelante. No habían dado un volantazo, ni frenado. Aquello me pareció definitivo, pero seguidamente subió el perito de la defensa, un señor delgado, con barba gris, que llevaba una carpeta atiborrada de documentos, y aseveró sin dejar lugar a ningún género de dudas que las rodadas sí eran compatibles con la historia de los acusados y que a esa velocidad, un coche recorrer los ocho metros en apenas un segundo. Es decir, sin tiempo para reaccionar humanamente.

Tras oírle, se esfumó la certeza que me había invadido durante un segundo de que aquellos tipos eran culpables como el pecado. El juez ya interrogaba a otro testigo por internet, al que pedía que gritara lo más posible porque la conexión era muy mala, pero yo ya había tenido suficiente, así que me levanté, compadeciendo a aquel hombre por la tarea que le aguardaba y para la que yo me sentía totalmente incapaz. Para alguien como yo, al que domina el principio de la incertidumbre, aquel corzo tenía cierta similitud con el gato de Schrödinger: hasta que no apareciera, aquellos guardias civiles eran inocentes y culpables al mismo tiempo.

 
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