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Desastre 1898

La historia del conquense que formó parte de los últimos de Filipinas

Con motivo del estreno de la película ‘1898. Los últimos de Filipinas’, conocemos la historia de Gregorio Catalán Valero, de Osa de la Vega, uno de los soldados del asedio de Baler

Los últimos de Filipinas. / Archivo de Manuel Amores

Cuenca

Gregorio Catalán Valero (Osa de la Vega, 1876-1901) fue uno de los últimos de Filipinas. Había nacido en el seno de una familia humilde y cuando iba a realizar el servicio militar en Pamplona, donde le correspondía, se produjeron insurrecciones en Cuba y Filipinas. "Ese fue el motivo que cambió su destino y embarcó rumbo a Manila para incorporarse al Batallón de Cazadores Expedicionario número 2 adonde arribó el 3 de diciembre de 1896". Así nos lo ha contado el profesor, escritor e historiador conquense Manuel Amores en el espacio de cine de 'Hoy por hoy Cuenca'.

La historia del conquense que formó parte de los últimos de Filipinas

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El 2 de diciembre se estrenó en los cines de toda España la película '1898. Los últimos de Filipinas' (en Cuenca se puede ver en Cines Odeón tanto en Multicines como en El Mirador) y por ese motivo hemos querido recordar la historia de Gregorio Catalán Valero que tiene una calle en el centro de Cuenca y una estatua en su pueblo, Osa de la Vega. 

Estatua de Catalán Valera en Osa de la Vega. / Archivo Manuel Amores

El soldado conquense, según nos ha contado Manuel Amores, "entró en combate en Luzón para sofocar el levantamiento independentista y después, para relevar a otro batallón diezmado por los ataques de los insurgentes tagalos, su unidad fue llevada a una pequeña población de la costa del Pacífico llamada Baler". Lo allí sucedido lo narró en una entrevista, en el número 11 de la revista Estampa de 13 de marzo de 1928, el coronel don Martín Cerezo, quien finalmente alcanzaría el generalato a pesar de que en un principio le fuera negado:

El 30 de junio de 1898 quedamos ya encerrados y cercados en la iglesia de Baler. Éramos cincuenta hombres del Batallón Expedicionario número 2, mandados por los segundos tenientes Juan Alonso y yo... Con nosotros se habían metido en la iglesia el comandante político-militar del distrito del Príncipe, capitán Las Morenas, y el médico Vigil.

El día 1 de julio, los tagalos nos mandan el primer mensaje intimándonos a la rendición. No les contestamos y al día siguiente mandaron otro... ¡Muchos más habían de enviar inútilmente!. Y en todos nos dicen, más o menos, lo mismo: “Es una locura que os resistáis. España ha perdido ya las Filipinas. Todo el territorio ha caído en nuestro poder”.

El 8 de julio, el cabecilla Cirilo Gómez Ortiz nos escribe pidiendo una tregua para que la gente descansara, y diciendo que había sabido por los desertores —habían desertado de nuestro destacamento algunos soldados— que estábamos muy mal de alimentos; que él estaba dispuesto a socorrernos y que mandásemos por lo que nos hiciese falta a individuos sin armas. Con esta carta venía una cajetilla de cigarros para el capitán Las Morenas y un puñado de pitillos sueltos, uno por cabeza.

Nosotros aceptamos la suspensión de hostilidades por unas horas, hasta el anochecer, y le contestamos que muchas gracias por su generoso ofrecimiento, pero que nos sobraban víveres. Y para probárselo le regalamos una botella de jerez y un puñado de medias regalías.

Pero no todo era parlamentar y hacerse finezas. Los insurrectos apretaban el cerco. Llegó un momento en que nos pusieron en una situación angustiosa, instalándose en los edificios que habían sido cuartel de la Guardia Civil y escuelas, que estaban a muy pocos pasos de la iglesia. Desde allí nos podían fusilar a placer. Para salvarnos, salió el soldado Gregorio Catalán Valero y, bajo el fuego nutridísimo de los enemigos, incendió el cuartel y las escuelas. Otra casa nos molestaba también. Y pocos días después, otro muchacho, Manuel Navarro, repitió la hazaña de Catalán: salió y la hizo arder.

Allí, encerrados entre las cuatro paredes de la iglesia, sin más provisiones que un poco de arroz y unas latas de conservas, medio podrido todo y respirando un aire viciado, ¡figúrese cómo estaríamos! En septiembre, se declaró entre nosotros una epidemia de beri-beri. Su primera víctima fue el antiguo párroco de Baler fray Cándido Gómez Carreño, que murió el 25 de septiembre. El 30 cayó la segunda, el soldado Francisco Rovira. Tras ellos mueren, en octubre, el cabo José Chaves, el soldado Ramón Donat, el teniente Juan Alonso, jefe del destacamento; el soldado José Lafarga, el soldado Ramón López... Noviembre se lleva a otros cuantos camaradas: al soldado Juan Fuentes, al soldado Baldomero Larrode, al soldado Manuel Navarro, al soldado Pedro Izquierdo, al capitán Las Morenas. El día 22 de noviembre, cuando murió el capitán Las Morenas y yo asumí oficialmente todo el mando, hacía ciento cuarenta y cinco días que estábamos sitiados. Quedaban a mis órdenes treinta y cinco soldados, un corneta y tres cabos, aparte del médico Vigil y un sanitario. Nuestras provisiones eran unos cuantos sacos de harina toda ella fermentada y formando mazacotes, algunos más de arroz; otros que habían tenido garbanzos, pero que ya no guardaban más que polvo y gorgojos; algunas lonjas de tocino hirviendo de gusanos, algunas latas de sardinas averiadas, unas pocas habichuelas muy malas, algo de café, ni pizca de sal y bastante azúcar.

Estábamos en pie cuatro o cinco hombres de la guarnición. Todos los demás, enfermos; pero los enfermos tenían que hacer servicio. Los sacábamos de la cama y los llevábamos en brazos hasta los puestos de centinelas. Allí se les colocaba en una silla o cosa parecida y se les dejaba seis horas, tiritando de fiebre, abrazados a su fusil. A las seis horas, los cogíamos otra vez en brazos, los llevábamos a sus camas y sacábamos de otras camas otros centinelas.

Los moribundos, caídos en sus lechos, se entretenían calculando en qué sitio sería enterrado cada uno. De pronto se oía decir: “A mí me toca junto al altar mayor. A ti te toca en la sacristía.” Y las desmayadas voces disputaban.

Para disimular esta situación y que no la advirtieran los sitiadores, y para animar a los muchachos, organizábamos unas juergas desesperadas. Nos salíamos todos, los sanos andando y los enfermos arrastrándose, al corral de la iglesia y allí nos poníamos a cantar y hacer ruido, como frenéticos. Era siniestro ver a unos cuantos individuos esqueléticos y astrosos voceando furiosamente entre el estertor de los agonizantes y el tiroteo.

Nuestras mascaradas exasperaban a los tagalos. “Cantad —nos decían—, cantad, que ya lloraréis”. Otras veces hacían sonar en su campamento chillidos y risas de mujeres. Y nos gritaban: “¡Castilas, guaban babay!” Es decir, “¡Españoles, no tenéis mujeres!”

¡Mujeres! ¡Bastante nos importaban a nosotros las mujeres en el estado en que estábamos!

El cerco nos ahogaba. Otro héroe, el soldado Juan Chamizo, había repetido la proeza de Gregorio Catalán y de Manuel Navarro: había salido y, desafiando el fuego enemigo, había incendiado las casas más próximas a la iglesia, desde las que nos molestaba demasiado el tiroteo de los tagalos. Pero, a pesar de todo, nuestra situación era angustiosa. Ya no teníamos qué comer, ya no podíamos respirar dentro de la iglesia. Los treinta espectros que aún se sostenían en ella iban cayendo poco a poco. Nos abrazamos a una resolución desesperada.

El día 14 de diciembre, de diez y media a once de la mañana, es decir, a la hora menos indicada para cualquier tentativa, catorce hombres mandados por el cabo José Olivares se echaron de pronto fuera de la iglesia y cargaron a la bayoneta sobre los sitiadores. Otros cinco o seis soldados, buenos tiradores, apoyaban la carga desde la iglesia, disparando.

Se produjo un pánico enorme entre los tagalos. Los centinelas, tirando sus armas, echaron a correr seguidos por toda la fuerza. Corrían, corrían espantados, frenéticos.

Nosotros los perseguíamos y los macheteábamos despiadadamente, con la furia de tantos días quietos, soportando hambres y miserias bajo los fuegos de los sitiadores, impotentes, viendo morir a nuestros compañeros uno a uno.

Esta salida, que nos permitió destruir las trincheras enemigas, incendiar el pueblo, recoger algunos víveres frescos y ventilar y limpiar la iglesia, nos dio algún respiro. Los enfermos mejoraron y algunos se restablecieron del todo.

Pronto volvieron los fugitivos, sin embargo, y otra vez nos encontramos sitiados. Y otra vez empezamos a recibir intimaciones para que nos rindiéramos, diciéndonos que Manila se había rendido, que las Filipinas ya no eran de España.

Era verdad. Pero nosotros creíamos que era mentira.

El día 14 de febrero de 1899 se acercó a nuestro refugio un hombre con una bandera blanca. Salí yo a recibirlo.

—¿Es usted el capitán Las Morenas? — me preguntó.

—No, señor. Soy uno de los oficiales del destacamento. ¿Qué se le ofrece?

—Soy el capitán don Miguel Olmedo y vengo de parte del capitán general para hablar con el señor Las Morenas.

—El capitán Las Morenas no habla con nadie ni quiere recibir a nadie. Le han engañado ya muchas veces y se ha propuesto que no le vuelvan a engañar. Dígame usted lo que quiere y yo se lo diré.

A regañadientes, me entregó un oficio que traía. Yo me fui hacia dentro, como si le llevara al capitán el pliego. Lo abrí y lo leí. Decía:

“Habiéndose firmado el Tratado de Paz entre España y Estados Unidos, y habiendo sido cedida la soberanía de estas islas a la última citada nación, se servirá usted evacuar la plaza, trayéndose el armamento, municiones y las arcas del Tesoro, ciñéndose a las instrucciones verbales que de mi orden le dará el capitán de Infantería don Miguel Olmedo y Calvo.- Dios guarde a usted muchos años. Manila, 1 de febrero de 1899.- Diego de los Ríos.”

Y debajo:

“Señor comandante político-militar del Distrito del Príncipe, capitán de Infantería don Enrique de las Morenas y Fossi.”

Yo no le concedí a aquello más crédito que a las noticias y actas de capitulación que ya nos habían transmitido los sitiadores. “¡Bah!, me dije, una añagaza de esa gente.” Y despaché al que yo creía falso capitán Olmedo, sin hacer caso de sus protestas.

Nosotros esperábamos que la salvación viniera por el mar. Confiábamos, no sabiendo que verdaderamente la guerra había terminado y que hacía meses que las Filipinas eran de los yanquis, que desde Manila viniera algún barco a recogernos. Y nos pasábamos los días contemplando el Pacífico a ver si allá a lo lejos aparecía el barco deseado.

Y un día, el 11 de abril de 1899, apareció.

Por la tarde, poco después de las dos, oímos, de pronto, un cañonazo lejano. Y luego otro. Y otro. Hasta diez.

Los muchachos brincaban locos de alegría.

—¡Una columna que viene a socorrernos! —gritaban.

Todo el resto de la tarde la pasamos en acecho, esperando ver llegar de un momento a otro la columna liberadora.

Se hizo de noche y, según estábamos rodeados de tinieblas, procurando hendirlas con nuestros ojos ávidos, vimos nacer súbitamente en medio del océano una claridad deslumbradora.

—Es un... un... —balbució alguien sin atreverse a concluir la frase por miedo a engañarse.

Otra voz la acabó:

—¡Es un reflector! ¡Es un barco! —gritó.

¡Sí! ¡Era un barco! ¡Un barco que nos buscaba con su reflector en la tierra negra y hostil! ¡Un barco que venía a salvarnos!

Aquella noche nadie durmió en la iglesia de Baler. La pasamos apretujados los unos contra los otros, tendiendo los brazos hacia la luz amiga, la luz que tanteaba la oscura costa, buscándonos.

Al amanecer oímos un tiroteo muy vivo por la parte del mar.

No podíamos ver el combate, pero nos lo figuramos.

—Es el desembarco.

Cesó pronto el tiroteo y durante unas horas hubo un gran silencio. ¿Qué pasaría?

Esperábamos, esperábamos ansiosamente.

A la tarde, los cañones del barco empezaron a disparar. Los estampidos hacían temblar la iglesia. Veíamos a los tagalos correr campo adelante cargados con sus petates.

Pasó un rato y cesó el bombardeo.

—Ya están deshechos los tagalos —pensamos todos.

Y mandé a mi gente que se abocase a las aspilleras y que hiciese tres descargas seguidas para dar a entender al barco que aún vivíamos, que aún nos defendíamos. Pero nuestros disparos se perdieron en el aire sin que del barco respondieran.

Anochecía. Los soldados, subidos en lo alto de la torre, hicieron señales con luces. Nada. No nos contestaban.

A las cuatro de la madrugada se apagó el reflector. El vapor se puso en marcha y sus luces se perdieron de vista tras la punta del Encanto, camino de Manila. Se iba.

Aquel vapor era el cañonero norteamericano Yorktwon, enviado por el gobierno de los Estados Unidos para rescatarnos. Un oficial con catorce hombres y una ametralladora desembarcó, pero los tagalos se echaron sobre ellos y los exterminaron. Y el barco, en vista de ese contratiempo, se había marchado después de bombardear a los insurrectos.

Y seguimos resistiendo a la desesperada. Ya apenas comíamos. Nos alimentábamos, si se puede decir así, con una especie de cataplasma hecha con hojas de calabacera y algunas sardinas de lata, podridas; algo de carne, a veces: algún perro, algún gato, reptiles, cuervos...

Pero peleábamos aún. Una noche se acercó un grupo de sitiadores a abrir agujeros en nuestro asilo para impedirnos tomar agua de un pozo que había hecho yo al principio del sitio y que nos surtía bien. Nos apercibimos, y a la mañana cerramos las brechas. Y a los que andaban pegados al muro intentando volver a abrirlas, les rociamos con agua hirviendo; los cazamos a tiro de revólver. Se oía chirriar las carnes de aquellos indios al caer sobre ellas el agua abrasadora. Gemían como ratas. Pedían clemencia.

—¿Qué, está caliente el café? —les gritábamos con una alegría feroz.

Uno, herido de un balazo, lloraba. Y un soldado le preguntaba a través de la tapia:

—¿Qué te pasa a ti, monín? ¿Te hemos hecho pupa? ¿Estás malito?

Diecisiete sitiadores quedaron allí muertos, junto al muro de la iglesia.

Una hora después de este parlamento nos pidieron parlamento desde las trincheras enemigas, enarbolando una bandera española. Y avanzó hacia la iglesia un señor con el uniforme de teniente coronel de Estado Mayor de nuestro Ejército: el teniente coronel don Cristóbal Aguilar y Castañeda, comisionado por el general don Diego de los Ríos para recoger el destacamento, según me dijo. Yo no le oculté que no le creía:

—Puedo enseñarle mis documentos —me ofreció, sacando un gran sobre. Me encogí de hombros.

—Traigo —me dijo entonces— un vapor para llevarlos a ustedes a Manila. Si pasa por la parte del mar que ven ustedes desde la torre y hace la señal que usted me indique, ¿me creerá?

—Bueno —concedí—. Que pase y que dispare dos cañonazos sobre la sierra.

—Se hará —aseguró el supuesto teniente coronel.

Y en efecto, al día siguiente, 30 de mayo, el vapor pasó y disparó dos cañonazos.

Pero ni aun así creíamos que aquel señor fuera de verdad teniente coronel de nuestro Ejército. El vapor nos pareció un lanchón disfrazado y el supuesto teniente coronel un tagalo o un desertor. Así que cuando, a la tarde, se presentó otra vez, lo despaché sin miramientos, como al capitán Olmedo.

—¡Pero, si este territorio ya no es nuestro! ¡Si ya está hecha la paz!

—¡Bueno, pues si está hecha la paz, que se retire esa gente!

—¡Es una locura! ¡Es una barbaridad!

—¡Pch!

El señor Aguilar me consideraba perplejo.

—Y si viniera el general Ríos, ¿le haría usted caso? —me preguntó por último.

—Sí, a él sí —le respondí.

Se fue, dejando en el suelo un paquete de periódicos. Viéndole alejarse, un soldado que estaba junto a mí se echó el fusil a la cara:

—¿Quiere usted que lo mate, mi teniente?

Allí, en aquel paquete de periódicos que nos había dejado el teniente coronel Aguilar, estaba el desenlace del drama.

De momento creímos que los periódicos, como el vapor, como el teniente coronel y como todo lo que nos llegaba de fuera, eran falsificaciones. Había una porción de “El Imparcial”, de “El Imparcial” de aquí, de Madrid, en los que se hablaba de la pérdida de las colonias, de la repatriación.

Examinándolos, nos reíamos desdeñosamente.

—Es “El Imparcial” falsificado por estos indios para engañarnos.

Como no teníamos ya víveres para sostenernos, estábamos decididos a escapar, aprovechando la noche, hacia el bosque, para esperar allí socorros de España. Y ya me ocupaba en ultimar la expedición. Faltaban ya sólo unas horas para que la emprendiéramos cuando, repasando una vez más los números de “El Imparcial”, encontré en uno de ellos una noticia. Era una noticia brevísima, escondida en un rincón del periódico. Una noticia que para nadie más que para mí tenía importancia:

“El segundo teniente de la Escala de Reserva de Infantería don Francisco Díaz Navarro, decía el periódico, pasa destinado a Málaga”.

Aquel oficial era íntimo amigo mío. Habíamos sido compañeros en el Regimiento de Borbón. Le correspondió ir a Cuba y sabía que, al concluir la campaña, pensaba pedir que lo destinaran a Málaga donde vivían su familia y su novia.

Pero esto no lo podían saber los tagalos. Aquella noticia, al menos, no era una falsificación. Y si esta noticia no era falsa, no era falso el periódico. Era efectivamente “El Imparcial”. “El Imparcial” de Madrid. Y lo que contaba, la pérdida de las colonias, era verdad. ¡Las Filipinas ya no eran nuestras! ¡Aquel pedazo de tierra que tan obstinadamente defendíamos no era nuestro! ¿A qué seguir peleando entonces?

Tocamos llamada. Enarbolamos bandera blanca. Vino el jefe de los sitiadores y hablamos. Me ofreció que conserváramos las armas. Que yo pusiese las condiciones de capitulación que quisiera. Extendí el acta. La firmamos.

Y el 2 de junio de 1899, salimos de la iglesia de Baler. Habíamos resistido en ella trescientos treinta y siete días.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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