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Altas ceremonias y altas velocidades

A Coruña

Cuentan que en sus últimos años, cayendo ya en los delirios naturales de la edad, el abuelo solo podía recordar las ceremonias del régimen. Se sentaba en el sofá, adoptaba un gesto entre la seriedad y la socarronería y se decía con tono convencido: "¡levanten el dedo!". Y él levantaba el dedo. Lo hacía sin cuestionárselo, como todo esos protocolos de los rituales solemnes que tienen una explicación difusa pero una ejecución inmediata.

El poder de las ceremonias supera la pérdida de cualquier razón. Todo gran acto necesita su ceremonia. Nos dan seguridad, su celebración garantiza que las cosas van a suceder tal y como sucedieron en años pasados, tal y como está previsto y debe ser.

Cantó Albert Pla la historia de aquel gallo, Eduardo Montenegro, que, preocupado porque se había quedado afónico, entró en crisis existencial al comprender que el sol no volvería a salir jamás.

Precisamos la oficialidad. Por eso la Navidad no empieza hasta que encendemos las luces de esa bola gigante en la Marina y la Constitución está igual de fresca que en el 78 gracias a que metemos a los políticos en una sala a celebrarlo. Como los gallegos lo hacemos todo a lo grande, al estilo de los cocidos, en lugar de romper una botella para inaugurar la vía del tren rompimos un barco, el Prestige. Fue entonces, en 2001, cuando Fraga colocó la primera traviesa del Eje Atlántico y el AVE empezó a llegar a Galicia. Hecha la ceremonia, ya no hacía falta más. El AVE iba a venir. Sigue viniendo, solo se retrasa un incalculable poco más, pero así es la alta velocidad, un gran acto, ceremoniosa y lenta.

 
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