Sociedad
el ESTILITA

Periodismo-Ficción (1): la larga noche

A Coruña

Cuando todo acabó, lo único que comentaba la gente de mi participación en la redada de Orillamar es que salí en la foto del periódico de la competencia, justo detrás de la gitana con moño y vestida de negro a la que los periodistas acosábamos. En esa instantánea, mi cabeza asoma por encima de la de ella. Con las gafas de sol, todos decían que parecía un guardaespaldas. Quizá, de haberlo sabido, me hubiera quedado en la cama.

Me había levantado a las tres y media de la madrugada, sin sentir cansancio aunque apenas había conseguido dar dos cabezadas. Me lavé la cara, tomé una taza de café y conduje hasta Orillamar. Eran poco antes de las cuatro de la madrugada cuando llegué y todo estaba en calma. Me habían soplado que la Policía Nacional iba a montar una redada en las viviendas sociales del Ayuntamiento, que hacía años que se habían convertido en un foco de narcotráfico, a 200 metros de la comisaría de la Policía Local, sin nadie hiciera nada. Tampoco parecía que nada se moviera por ahí en ese momento. La calle estaba vacía, excepto por un par de noctámbulos que caminaban por ahí. Después de dar unas cuantas vueltas, me senté en uno de los bancos frente al cementerio y miré mi reloj.

Las agujas marcaban las seis menos cuarto cuando por fin ocurrió algo: una patrulla del 091 subió por Orillamar y aparcó delante de la comisaría de la Policía Local. No estuve seguro de que la redada estaba en marcha hasta que apareció un coche con dos tipos dentro que aparcaron más arriba, en la parada de bus. Me levanté y comencé a caminar hacia el callejón sin salida que llevaba al centro de salud ubicado en los bajos de las viviendas. Llamé al fotógrafo (me habían dicho que no lo hiciera hasta estar seguro) y nada más llegar a la bocacalle, aparecieron dos furgonetas grandes y blancas que aparcaron en el callejón. De ellas salieron pelotones de GEOS y de policías judiciales, dispuestos a 'asaltar' las viviendas. Era un golpe de mano en toda regla y estábamos solos allí: la Policía y yo. Y los gitanos, claro. Mientras me ponía al cuello mi identificación de periodista, alguien empezó a gritar "¡Agua, agua!". En el primer pelotón estaba Beni, el jefe de medios y protocolo, y al verme hizo una mueca de desagrado. "Anda que te han dado un chivatazo bueno", me recriminó. Yo protesté y le aseguré que había sido una casualidad, pero no podía evitar sonreír de oreja a oreja mientras sacaba con el móvil fotos de los pelotones de Policía Nacional que invadían el patio que separaba ambos bloques de viviendas y entraban en los portales. Un helicóptero rugió por encima de mi cabeza y la potente luz de su foco iluminó las fachadas de los edificios y las siluetas de los grupos de asalto. Era como estar en una película.

Disfrutaba del espectáculo cuando un poli con pasamontañas se me acercó: "Es mejor que se vaya por su seguridad, le puede caer un botellazo". No me había dado ni cuenta, pero tampoco me importaba: rodeé por Orillamar uno de los bloques y me aposté en los jardines frente al cementerio, rodeado de antidisturbios. Ellos observaban la redada mientras yo llamaba una y otra vez al fotógrafo, cada vez más preocupado, hasta que me respondió en su número privado. Resultó que no le habían avisado de la redada y distaba mucho de estar contento. Tras gritarme un minuto entero, gruñó que iba para allí. Saqué un par de fotos más con el móvil, solo por si acaso, pero me sorprendía que no me hubieran sacado ya a empujones de allí. Entonces me di cuenta: no sabían que no tenía permiso para estar allí porque había entrado antes de que cerraran al perímetro. Tuvieron que pasar cinco minutos más para que un policía se acercara. "Le invito a marcharse", me dijo, con el mismo tono frío con el que se dirigen a los sospechosos.

Acepté la invitación con elegancia y me retiré tras el cordón policial, donde apareció el fotógrafo diez minutos después, vestido de negro, como siempre. Enseguida empezó a tirar fotos y a cambiar una y otra vez de objetivo. Estaba comprensiblemente molesto, así que le expliqué que me había confundido al pensar que estaba sobreaviso, le recordé que siempre había comunicado por anticipado estas cosas y le pedí disculpas. Él rezongó largo y tendido sobre todo lo que iba mal en el trabajo, la profesión en general y en mí en particular. "Lo sé porque soy clarividente", espetó mientras sacaba otra foto. Lo miré con asombro: nunca había oído a nadie describirse así. Por lo menos, no en serio.

Pero era demasiado feliz para que me importara: estábamos cubriendo en primicia la mayor redada de la década en la ciudad, probablemente el suceso del año. Mientras los demás periodistas se dedicaban a dormir arropados en sus camas o llamaban a Salvamento Marítimo para preguntar por el ruido del helicóptero que les había despertado, yo tenía las fotos y la información. Se la había jugado a todos: no solo a la competencia, sino incluso a la Policía Nacional, a pesar de mi obvia falta de clarividencia. Desgraciadamente, también había conseguido jugársela al fotógrafo, que me miró con resentimiento mientras cambiaba de objetivo por enésima vez: "No sé por qué estás tan contento. La has jodido bien". Disparó con la cámara al helicóptero como si quisiera derribarlo.

 
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