Sociedad
El estilita

A la carrera

A Coruña

Tirado en aquella zanja, en medio de un polígono vacío, no podía librarme de la molesta sensación de las hormigas recorriendo mis brazos, ni tampoco de la del ridículo. No conocía a ningún otro periodista que se dedicara a hacer estas estupideces. Ni ningún tuitero, ya puestos. Mis colegas eran gente normal, que iban a sus ruedas de prensa, tomaban notas y volvían a la redacción, o atosigaban a la gente por teléfono para conseguir información o escuchaban pacientemente las denuncias de gente que estaba segura de que un problema personal suyo era un escándalo social. Cosas normales. Encima, había arrastrado conmigo a la fotógrafa, que disparaba su cámara cada vez que pasaba un coche a todo gas. Estaba en cuclillas, y lucía un corto vestido de verano. Trataba de no fijarme en eso y de no darle demasiadas vueltas a por qué estaba allí. No conseguí ninguna de las dos cosas.

En realidad, todo se debía a un exceso de celo por mi parte. Mis jefes no estaban especialmente interesados en el tema y para los fotógrafos era directamente un incordio. Al único que le importaba era a mí, me había importado desde que un tipo me había comentado que en Vío se celebraban carreras ilegales. No era la primera vez que se publicaba algo así: el polígono estaba vacío, el ejemplo más expresivo de como la burbuja inmobiliaria había mandado al traste los alocados sueños de expansión de los grandes empresarios. Solo Caramelo se había implantado allí, y había tenido que cerrar al año, así que sus calles vacías se habían convertido en un perfecto Scalextric.

Dos viernes antes de acabar tirado en aquella zanja, me había pasado por el polígono a la una de la madrugada o así, y me había encontrado un coche de la Policía Local cerrando el paso. Aquello era una buena señal. El problema es que no había noticia sin foto, y el polígono era un lugar despejado. Nos verían venir, y puede que a los fanáticos de las cuatro ruedas no les gustara demasiado. Se lo había comentado a uno de los fotógrafos, que lo había considerado una estupidez: "Ahí van los moinantes de Carballo, te van a partir la cara". Debí haberlo dejado correr entonces pero nuevamente me vino a la mente la imagen de dos coches tuneados derrapando en una curva y no me pudo resistir.

Así que el siguiente viernes que tuve un fotógrafo libre, me dirigí al polígono de Vío. Escogimos una ruta por la que solo se puede acceder a pie para no encontrarnos con Vin Diesel y sus amigos. El camino de grava que salía del núcleo de Vío contaba con arbustos bastante crecidos que nos protegían de las miradas. Mi plan era simple como el mecanismo de un yoyó: esperábamos hasta que comenzaran las carreras, agazapados detrás de los arbustos, sacábamos unas fotos y ya estaba. Había hablado con una vecina afectada por el ruido, había hablado con la Poli, incluso tenía el número de teléfono de uno de los tipos que solían acudir a las concentraciones. Solo necesitaba la foto y ya estaba. Pero enseguida empezaron a surgir dificultades.

Para empezar, estábamos demasiado lejos. El trazado de la calle principal del polígono era ascendente, siguiendo la falda de un monte, y en un aparcamiento hacia la mitad del recorrido se concentraban los vehículos. En segundo lugar, el sol se estaba poniendo, y la fotógrafa me advirtió de que pronto no habría suficiente luz. Así que nos acercamos caminando en cuclillas durante un buen trecho antes de acabar en aquella zanja frente a una rotonda. No podíamos acercarnos más, estábamos en aquella zanja llena de grava, al pie de una calle descendente que llevaba a la rotonda. Justo un poco más arriba había un coche estacionado. Quizá una pareja estaba metiéndose mano en ella, el caso es que no se movían de allí, y nosotros tampoco. Ella se acercó

un poco más a la rotonda pero ya me daba cuenta a esas alturas (habíamos pasado allí casi dos horas) de que no iba a conseguir la imagen que yo quería. Sentí un amargo odio hacia aquellos delincuentes viales que habían resultado ser simples amantes, del motor, hacia mis jefes, hacia las hormigas de las que me despiojaba y, sobre todo, hacia mí mismo.

La fotógrafa se dio la vuelta y al verme, sonrió. Lo piadoso hubiera sido que me hubiera enterrado en aquella zanja, pero decidió retratarme allí. Posiblemente fue la mejor imagen que sacó de todo aquello porque allí no había hacer ninguna trepidante carrera. Y yo tampoco.

 
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