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Lo mejor de ser ministro

Lo mejor de ser ministro no es tanto el tostadero de cada día como esa condición también paradisíaca de convertirse algún día en exministro y dedicar la vida a firmar manifiestos, a rellenar consejos de administración y que te inviten a comer por el prestigio

Madrid

Habrá quien piense que, desde que hay dos o tres docenas de ministerios, ser ministro no es lo que era, pero que se lo digan a quien acaba de ver su nombre con lucecitas en el BOE o, aún mejor, a quien acaba de pasar la cartera como quien dice adiós a su riñón. Cuentan que, cuando Disraeli entró en la Cámara de los Lores -un auténtico cementerio de elefantes-, gritó: "He muerto, he muerto, pero estoy en el paraíso". De igual modo, lo mejor de ser ministro no es tanto el tostadero de cada día como esa condición también paradisíaca de convertirse algún día en exministro y dedicar la vida a firmar manifiestos, a rellenar consejos de administración y que te inviten a comer por el prestigio que da tu culo en un asiento.

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De Román Escolano el Breve a Máxim Huerta el Fulminante, algunos ministerios no es que terminen mal, es que hay ministros que no tienen tiempo ni de colocar los bolis. Pero mejor esas retiradas que aquellas otras fotos en la escalera de la Moncloa donde cada rostro -de Jaume Matas a Magdalena Álvarez- parecía encarnar un ilícito penal. Antes los ministros solían dar nombre a las leyes: la Ley Fraga, la Villar Palasí, la Ley Corcuera. Con la excepción de la Ley Aído, es un fenómeno que va a menos, porque los presidentes tienen cada vez más poder y los ministros tienen cada vez menos autonomía. Este es un fenómeno que interesa a los politólogos. Pero a nosotros nos interesa más la frivolidad: aquel ministro Moscoso que quiso compartir su paraíso y no dio nombre a una ley sino, bendito sea, a unos días de vacaciones.

 
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