Leo Welch: el último debutante del blues
Welch, cuya peculiar voz arrastra la nostalgia del campo, se ha pasado la vida en la iglesia, el auténtico escenario en el que ha desarrollado una carrera musical ajena al mundo. Tras formar parte de distintos grupos desde los años setenta, Welch acabó por tener problemas para encontrar sitios en los que hacer blues y se acabó pasando al góspel y encontrando refugio en los cientos de templos de Misisipi. En su música, estos dos enemigos irreconciliables -los representantes musicales del diablo (blues) y de dios (góspel)- se unen dando forma a un sonido salvaje cuyo protagonista es dios, a un música intensa llena de fuerza, de pasión, de una honestidad que se echa de menos en cientos de álbumes.
El cantante, que aprendió a tocar la guitarra de su primo siendo adolescente, ha vivido para la música con una pasión ajena al éxito y al dinero, a la industria y el sistema. Leo Welch se ganó algunos dólares tocando en clubes, cafés y centros sociales, pero el guitarrista trabajó durante décadas en la industria maderera y en el campo.
Su debut de este año se antoja como un testimonio necesario, la prueba física de que Leo Welch existió, una huella más en el camino del blues, la pisada de un hombre desconocido lleno de talento que era un niño cuando Robert Johnson -el padre del blues del Delta- falleció. El de Leo quizá sea el último gran descubrimiento del Misisipi, el último bluesman de una generación que desaparece poco a poco tras ser los grandes cronistas de la comunidad afroamericana del siglo XX.
Que Leo Welch haya debutado a los 81 años quizá se deba a los designios de su dios, al plan maestro de su vida, aunque quizá solamente sea el último sueño cumplido de un músico diferente que nunca se alejó demasiado de su pueblo y que nunca vio la música como un empleo, como una forma de vida. La música era la vida, no el camino. Leo Welch se ha contentado siempre con sus momentos de guitarra, con honrar a dios, con hacer llamadas en su nombre y ofrecer consuelo con su música. Ese fue su camino hasta que una mañana, pasados los ochenta, decidió llamar a la puerta de un sello de música para pedir una audición.