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Una mañana en la ópera

Desde Farinelli hasta el Fantasma de la Ópera, el cine también ha errado a la hora de dar ciertos detalles sobre el mundo de la lírica. Carlos López-Tapia nos descubre algunos de ellos.

Madrid

Toda Europa en el siglo XVIII hablaba del cantante castrado conocido como Farinelli. Se conserva el testimonio de una dama de la corte española, que aseguraba que alcanzaba el orgasmo al escucharle.

Italia, Francia  y Bélgica le llevaron a la pantalla con su nombre, Farinelli, y la cinta fue seleccionada para competir en los Oscar. No resiste la revisión histórica en muchos aspectos, pero su banda sonora resulta una búsqueda interesante de las voces de los castrati.

Los españoles no podían dejar de preguntarse qué habían conseguido con el cambio de Austrias a Borbones, al ver como en Aranjuez se invertían grandes sumas en la escuadra en miniatura Tajo, quince barcos para la diversión de Felipe V, un rey que enfermaría hasta convertirse en una tragicomedia; pero en Madrid fue un periodo de representaciones operísticas impulsadas por Farinelli y Doménico Scarlatti.

La afición española al género musical italiano, hunde sus raíces en aquellas dos décadas; y justifican la participación del Real colegio Español de Bolonia en la exhumación y restauración de la tumba de Farinelli hace nueve años.

el personaje de ópera más filmado por el cine es rememorado por Carmen Vela desde el interior del ostentoso edificio de la ópera de París  que, todavía hoy, resulta un escondite excelente para alguien que conociera las costumbres de los pocos vigilantes que lo custodian. En particular desde que en 1990 la Ópera pasó a la Bastilla y en el enorme edificio quedó sólo el ballet.

Una mañana en la ópera

Pero a pesar del fantasma francés, ópera es Italia, el único país donde los teatros se usaron y se siguen usando para expresar el reproche o la inquietud política que se refleja en el audio grabado en el teatro Argentina de Roma en 2011; el mismo espacio escénico donde Rossini protagonizó el estreno de su ópera cómica el barbero de Sevilla, con unos resultados que incluyen todos los libros de historia de la ópera. Uno excelente, divulgativo y premiado, lo ha escrito Daniel Snowman (La ópera una historia social, Ed. Siruela, 2012), historiador inglés más que conocido entre los aficionados y gran admirador de Plácido Domingo. Snowman nos lleva desde la Florencia donde se data la aparición de la primera ópera hasta las opciones que abre la realidad virtual.

Paqui Ramos nos lleva en cambio a la realidad histórica más actual, los exámenes finales de los futuros cantantes de ópera en la Escuela Superior de Canto, donde además de conversar con una alumna recién examinada, se somete a una prueba para valorar la voz.

El músico y profesor de repertorio de la Escuela, Julio Alexis Muñoz, nos acompaña en el estudio y nos trae al mundo de la ópera actual, donde pervive la pasión que conduce a llorar ante una representación. Su interpretación de lo que hoy significa una carrera como cantante de ópera sitúa el esfuerzo y la tenacidad necesarias a la altura de los deportistas de élite, con las dificultades añadidas para las mujeres de mantenerse jóvenes a toda costa, y de que tener un apellido español no parece ayudar en nuestro propio país. Aún así, el flujo de jóvenes que aspiran a lograrlo se mantiene.

Una mañana en la ópera

El nacimiento del fantasma

El séptimo sótano, el último nivel del edificio de la ópera de París que construyó el arquitecto Gardnier está enrejado. Tras la reja hay un lago de aguas oscuras que inundan los cimientos. Se puede visitar con un permiso especial de las autoridades, pero salvo por alguna causa muy especial, nunca desciende nadie. Sólo cada dos años bajan a inspeccionar algunos técnicos especializados que suben a bordo de unas balsas de fondo plano para comprobar que los cimientos sumergidos se conservan en buen estado. El resto del tiempo es un mundo de oscuridad y silencio… desde hace un siglo. Una noche de enero de 1858, el emperador Napoleón III y su esposa se dirigían en la carroza imperial a la ópera. El teatro donde se interpretaba era un edificio viejo, situado en una calle estrecha de un barrio céntrico del París antiguo. Un anarquista italiano de apellido rancio y noble, Orsini, esperaba el paso de la comitiva con tres bombas incendiarias bajo el capote que le protegía del invierno crudo y húmedo de la capital de Francia. Las lanzó contra la carroza de Napoleón. Entre muertos y heridos alcanzó a 150 personas, pero no a la pareja imperial. A los pocos días Napoleón III había hablado con el prefecto, el barón Georges Haussmann, y decidieron que París necesitaba un teatro donde fuera fácil proteger a las autoridades. Haussman se había convencido de que era posible controlar a las masas de revolucionarios, chusma harapienta, con tendencia a atacar a la policía y luego desaparecer por las estrechas calles de su ciudad. Estaba orgulloso de su nueva plaza de L'Etoile, y de los grandes bulevares que confluían en ella, porque bastaría con unos cuantos cañones situados en la plaza para dominar a miles de manifestantes. Convocaron a los mejores arquitectos para el nuevo palacio de la ópera y entre los 170 proyectos presentados se eligió el más vanguardista y grandioso, el de un arquitecto joven, Jean Louis Charles Garnier; que había presentado un edificio soberbio que costaría una fortuna, pero impresionante en la mezcla de estilos y pensado como un salón principesco para recepciones oficiales. La revolución de "La Comuna" convirtió los pisos y los pasadizos de la obra en marcha en una cárcel y un almacén de armas y pólvora. Sus pasillos y recovecos vieron torturas y ejecuciones. Los obreros y técnicos, encontrarían restos humanos enterrados en distintos lugares. Nadie puede asegurar que no los haya todavía en las partes más profundas y nunca utilizadas. En 1875, tras 17 años de trabajos, se inauguró el gran edificio tal y como lo conocemos hoy y 35 años más tarde, En 1910, entre los visitantes del teatro había un periodista famoso, reconvertido hacía poco en escritor que habló con artistas y trabajadores del teatro. Después utilizó lo que le contaron… y así comenzó la vida del fantasma. Gastón Leroux nació a mediados del siglo XIX en un tren, durante un viaje de su madre a París, pero no regresó a la capital de Francia hasta los 18 años, tras terminar el bachillerato en una escuela de provincias. Era de una familia burguesa y como correspondía a la tradición de su casa, estaba destinado a convertirse en abogado. Al poco de graduarse, sin interés ninguno por el Derecho, su padre murió dejándole una fortuna de un millón de francos, que Gastón fue capaz de gastarse en solo seis meses, a base de vivir por todo lo alto. A los 25 años se había convertido en un bon vivant, gordito, simpático, inteligente y gran conversador. Lo que le gustaba era el periodismo y se contrató como reportero en Le Matin, de Paris. Se dedicó a la crítica teatral hasta que sus conocimientos legales lo convirtieron en el reportero estrella de los tribunales. Tuvo que presenciar ejecuciones por guillotina que hicieron de él uno de los primeros en manifestarse contra la pena capital y le impulsaron a dejar aquello para convertirse en corresponsal en el extranjero. Por entonces nadie esperaba de un buen corresponsal otra cosa que el saber llenar las crónicas de datos inventados a base de imaginación. Diez años por Europa, Asia y África le sirvieron para demostrar que imaginación no le faltaba. Se convirtió en una celebridad y a los 37 años, ya cansado, decidió escribir novelas y ganar dinero. Lo que se vendía por entonces era la intriga y Gastón admiraba a Conan Doyle y su creación de Sherlock Holmes, así que creó una variante francesa de super-detective que no consiguió la popularidad del inglés, pero le permitió ganarse bien la vida y gastarse los francos casi según entraban en su bolsillo. Fue por entonces cuando visitó el Teatro de la Ópera de París y allí escuchó que una vez había vivido en el teatro un personaje extraño y terrible. Eran rumores que llevaban años circulando entre peluqueras, sastras y tramoyistas, historias que hablaban de cosas que se extraviaban, de accidentes inexplicables y de una persona imprecisa vista huyendo en dirección a las catacumbas del Teatro. Así se creó una leyenda a base de 20 años de rumores, y fue lo que disparó la imaginación de Gastón Leroux. El Fantasma de la Ópera pretendía estar basada en un hecho cierto y se publicó por entregas en un periódico, como era costumbre entonces. A los pocos meses ya había caído en el olvido más absoluto, y nada hacía pensar que sería algo más que otro de los 63 libros que publicaría Gastón en sus 20 años de vida como escritor. Pero en 1922 fue de vacaciones a París el presidente de un estudio de Hollywood, una zona de California donde desde hacía pocos años se hacían películas mudas para una industria en crecimiento y cuyo futuro aún estaba por ver. El norteamericano había quedado impresionado al visitar el Teatro de la Ópera parisino, que entonces era el mayor del mundo, y lo había comentado con varias personas de la industria francesa. Gastón se había introducido en ese mundillo y conoció al visitante. Le entregó una copia de “El Fantasma”. El americano se lo leyó en una sola noche y recordó que acababa de conocer en el estudio a un actor nuevo, raro, llamado Lon Chaney con el que había firmado para que hiciera de jorobado de Notre-Dame en un decorado del París medieval, pero no tenía más proyectos para aquel rostro capaz de expresiones increíbles. “El Fantasma” podía ser la opción. Así la historia cruzó el Atlántico en el equipaje de aquel judío emigrado a Nueva York, llamado Carl Laemmle, y que ese mismo año se había convertido en presidente de un nuevo estudio cinematográfico, Universal Motion Pictures. Carl Laemmle llegó a su ciudad convencido de que la historia que había comprado en París durante sus vacaciones fascinaría al público tanto o más que todas las películas anteriores. La gente se entusiasmaba al ver la reproducción de la catedral de Notre-Dame que había mandado construir para “El Jorobado” y el siguiente escenario no sería menor. Universal hizo entonces el primer decorado con vigas de acero y cemento, réplica del edificio de la Ópera, casi real porque debía cobijar a muchos extras. De hecho allí está todavía, en el plató 28. Se trata de una reproducción exacta de la escalera central del teatro y una recreación de los canales subterráneos que supuestamente horadaban sus sótanos, incluyendo el espacio para que “el fantasma” tocara el órgano, dejando aquella debilidad por la música unida para siempre a los malvados del futuro, ya se llamaran Drácula, Nemo o Aníbal Lecter. La película fue un gran éxito, iniciando además las técnicas de merchandising cinematográfico, porque se anunciaba que las señoras dispondrían de sales aromáticas en los vestíbulos para superar posibles desmayos. Dos años después del estreno la era del cine mudo terminaba para siempre. Un siglo más tarde uno de los últimos grandes espectáculos de Las Vegas confirma la presencia del fantasma en la cultura popular y el año próximo, Marc Cherry, el creador de 'Mujeres desesperadas' estrenará una nueva serie dedicada al fantasma a pesar de que la última revisión televisiva es de 2009, pero esta vez estará ambientada en el "sexy y feroz mundo de la industria musical de hoy en día", lo que la hará coincidir con los éxitos de series musicales como Nashville y Empire.

MIénteme cine (20-06-15)

25:26

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