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Margarita de Saboya, la reina de las perlas y la pizza

La reina Margarita

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Madrid

Si tenemos en cuenta que la infancia marca a las personas, puede que entienda que en mis biografías se me defina como conservadora y con férreas creencias religiosas dadas las circunstancias.

Mi madre se quedó viuda de mi padre, que murió siendo bien joven, con treinta y dos años. Tenía yo entonces tan solo cuatro años, y un hermano que era todavía un bebé. El caso es que mi madre percibió que debía encontrar a un marido rápido, porque su situación de viuda no le permitía tener la vida a la que estaba acostumbrada. A la que nos habíamos acostumbrado todos. Su cuñado fue el primer candidato, pero la rechazó, por lo que ella se enfadó de una manera dramática. Empezó entonces una relación con su chambelán con el que terminó casándose. Fue tan escandalosa esta historia que tuvieron que irse del país, dejándonos a nosotros en Italia, perdiendo entonces contacto con nosotros, sus dos hijos, durante ese tiempo.

Ahí, debido a mis carencias propias de una niña necesitada de madre, puede que fuera donde forjé mis convicciones tradicionales. Aunque no estaba reñido esto con mi amor por el arte, por la cultura, que fue el poste donde me agarré, fue uno de los pilares de mi vida. Como los años iban pasando, llegó el amor a mí también, y me enamoré de mi primo Amadeo, futuro Rey de España, por cierto. No pudo ser y esto provocó en mí una tristeza que convertí pronto en alegría.

Rechacé mi matrimonio en Rumanía por quedarme en Italia. Apareció entonces Humberto y surgió algo entre nosotros que su padre trataba de reprimir mientras le ponía en bandeja a una joven que le convenía más porque venía de Austria. Asuntos de tierras y uniones, ya saben, lo han escuchado mil veces a lo largo de la historia.

La pobre se llamaba Matilde. Y digo pobre porque mientras el rey, el padre de Humberto, trataba de fomentar esa unión, la chica falleció abrasada por un incendio en su propio vestido. Fue una tragedia. Y provocó mi pronto matrimonio con Humberto. Era 1868, era Turín, era la aristocracia reunida y eran las portadas de todos los periódicos.

El viaje de novios me permitió mostrarme como la princesa que era: sonriente, amable, cercana. Justo lo que gustaba a los italianos. Añadí a esto un toque de elegancia, un gusto para vestirme. La reina Sofía de Holanda dijo de mí que era una muchacha encantadora, delicada y llena de gracia, así que como mi atuendo y mis joyas. Todo era maravilloso, y yo me mostraba encantadora…Siento decirlo, pero era así. Esta felicidad duró el comienzo del matrimonio, el nacimiento de nuestro único hijo, y poco más.

Enseguida me enteré de que mi marido mantenía una relación paralela, en tiempo y en duración, con una mujer bellísima, La bella Bolognini…No les voy a negar que lo pasé fatal. No les voy a negar que tuve que tragar bilis, no voy a negar que tuve que morderme la lengua y apretar los puños, pero sentí que debía mantenerme en mi lugar y en mi matrimonio. Incluso cuando supe que uno de los hijos de esa mujer era también hijo de mi marido. Incluso entonces callé.

Poco después pasamos de príncipes a Reyes y entonces hice mi mejor papel: el de una mujer que formaba parte de un matrimonio feliz. Me refugié en el arte. Siempre hay que refugiarse, la vida es la búsqueda continua de un lugar donde sentirnos seguros y acogidos, incluso en una montaña. Fui una de las pioneras del alpinismo, y fíjense, el refugio más elevado en la montaña más alta de Suiza lleva mi nombre.

En paralelo al arte y al alpinismo me empeñé en conseguir una buena colección de joyas, especialmente de perlas…Si en mi época hubiera Instagram, habría sido una influencer. Así, fui una celebridad en Europa a través de las visitas oficiales, que tampoco está mal.

En uno de nuestros desplazamientos escuchamos hablar de una novedad culinaria, una tal pizza alla napoletana. Un chef que hacía este invento nos presentó tres modalidades. Elegí una que no llevaba ajo, que yo no soportaba, que era sencilla y que, curiosamente, llevaba los colores de la bandera de Italia: rojo del tomate, blanco de la mozzarella y verde de las hojas de albahaca. Me encantó la pizza y el chef, Esposito, lo supo porque le envié una carta diciéndole que me había encantado. Como deferencia, él le puso a esta pizza con su propio nombre y yo le di una placa para poner en su restaurante.

Tras la anécdota, el asesinato de mi marido a balazos por parte de un anarquista. Mis últimos años de viuda se centraron en ayudar a mi hijo, convertido en rey, y en promocionar la cultura italiana. Me convertí en mecenas.

No está mal para acabar una vida.

Adriana Mourelos

Adriana Mourelos

En El Faro desde el origen del programa en 2018. Anteriormente, en Hablar por Hablar, como redactora...

 
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