La verdad
Cuando mi madre cumplió los ochenta años montamos una fiesta en su honor.
Historias a media mañana con Espido Freire (15/03/2017) - La verdad
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Madrid
Cuando mi madre cumplió los ochenta años montamos una fiesta en su honor. Se había recuperado de una neumonía hacía muy poco, de manera que lo celebró sentada, y no pudo tomarse su copita de anís, porque interfería con la medicación, pero cuando sopló las velas se quedó mirando el cero derretido de la vela derecha y nos dijo:
-A partir de ahora voy a decir lo que realmente pienso de las cosas y de las personas. Ya era hora.
-Bueno, mamá -dijo mi cuñada, la boba-. ¿Y hasta ahora qué has estado haciendo?
Mi madre no contestó, y fijó en cada uno de nosotros una mirada de azor, y de pronto me di cuenta de que de las personas de la fiesta, familia aparte, nadie le caía del todo bien, y me levanté para traer más platos.
Quiero a mi madre con todo mi corazón. He sido siempre su preferido, el niño, su ojito derecho. Creo. Pero desde que cumplió los ochenta algo ha cambiado. Habla menos, pero ha cumplido su promesa: dice exactamente lo que piensa. Quizás antes también lo hacía, pero yo no me había detenido a valorarlo. Mi madre no prometía convertirse en una dulce ancianita, pero no esperábamos esa amenaza, la de la sinceridad a quemarropa. Mi madre no solo dice lo que piensa: dice lo que pensamos todos, acallados por el respeto y por el qué dirán, y por los tironeos de una convivencia en la que somos muchos, y muy raritos. Ahora tenemos miedo. Ahora nos observamos como extraños. La verdad es una terrible dictadura.