Padres futbolistas

Una de las tentaciones de muchos padres es querer cumplir por delegación en sus hijos los sueños que no pudieron cumplir ellos mismos. Quieren prolongarse a través de ellos con una condición sui generis: no a través del deporte, sino a través de la victoria. Quieren que los niños ganen por ellos, que de alguna forma se venguen por lo que el mundo no les dio.

Lo viví de cerca en el tenis, que practiqué casi veinte años, donde tuve  el privilegio de ver a padres agarrados a la verja de la pista como monos en un zoo. Arbitrando ellos el partido, machacando a sus hijos y, en el colmo del delirio, machacando a veces a sus rivales. Daba igual que tiviesen quince, doce o trece años. Si eso ocurre en el tenis, en el que juegan dos críos en una pista, es fácil imaginar cómo crece exponencialmente el riesgo en el fútbol, donde los padres son más de 22 y las posibilidades de que el niño llegue a ser profesional son mayores.

En el caso de la batalla campal de Mallorca, un partido de niños que va a terminar siendo arbitrado por un juez en la grada, se cumplen de golpe todos los sueños frustrados de los padres futbolistas, como si se hubieran dado cuenta de que el pasado no va a volver y lo único que les queda es echar de menos también el presente. Ha sido un estallido de violencia tan vergonzoso que enseña un fracaso: el de hombres que quieren tantas cosas para un hijo que se olvidan de ser padres. Producto de una cultura exclusiva amenizada por el circo televisivo que enseña a vivir el fútbol con pasión y gritos, y de ese modo, a veces se va a los partidos de infantiles como a un plató.

En realidad, lo que parecían, eran jugadores de Play Station tirándose los mandos a la cabeza porque la consola se les ha estropeado.