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DEMONIOS DEL NORTE

Las expediciones vikingas

Entre el año 800 y el 1170, durante los más de tres siglos y medio que duró la denominada «Época o Era Vikinga», Escandinavia ejerció una mezcla de influencia y miedo en diversos lugares del mundo conocido. A lo largo del siglo IX, las pequeñas monarquías en que estaban divididas las lejanas y frías tierras del norte quedaron unificadas en tres reinos: Suecia, Noruega y Dinamarca. Fue un tiempo de conquistas, saqueos, migraciones y colonización, pero también un período clave para Europa en el que surgieron las primeras grandes ciudades que conocemos como tales y en el que se desarrollaron extensas redes comerciales y numerosas vías de comunicación, marítimas, terrestres o fluviales.

Demonios del norte: Expediciones vikingas. / Edaf 2017

Madrid

No puede negarse que, en la historia común de los europeos, los vikingos y sus descendientes tuvieron gran influencia: en Francia, el rey, descendiente del mismísimo Carlomagno, tuvo que cederles tierras, en las que acabarían por formar el ducado de Normandía. En las Islas Británicas, gobernaron en diferentes zonas hasta la conquista normanda —a fin de cuentas protagonizada por invasores descendientes de vikingos—, y dejaron una huella, honda y perdurable. En Italia fundaron el reino normando de Sicilia; influyeron con sus incursiones en el Califato de Córdoba y en el Imperio bizantino y, a través de los ríos del norte, también intervinieron repetidas veces en el mar Báltico y en la actual Rusia, cuyos primeros estados aparecen vinculados a comerciantes y aventureros procedentes de Escandinavia.

SER Historia: Vikingos, demonios del norte (02/04/2017)

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Cuando uno empieza a interesarse por los vikingos y su cultura, sin duda, lo primero que piensa es en crueles guerreros de larga barba, sedientos de sangre, cerveza e hidromiel, armados con enormes hachas y con pintorescos cascos rematados con cuernos. Claro que, si partimos de que el término drakar lo invento el año 1843, en plena marea romántica, el francés Auguste Jal, o que los cascos vikingos jamás llevaron cuernos o alas, un error que tiene su origen principalmente en las ilustraciones y grabados del siglo XIX, en buena parte inventados y realizados con información sesgada sobre guerreros escandinavos, puede sorprendernos lo poco que sabemos de una civilización que acabó por extenderse por Europa y buena parte de Asia.

Desgraciadamente la imaginería popular de todo el mundo está plagada de estereotipos ridículos, y este caso no es ninguna excepción. Las características culturales, religiosas y militares de los vikingos se han visto rodeada de tremendas inexactitudes debido principalmente al furor nacionalista germano y escandinavo de los siglos XIX y XX, pero también, y una vez más, aunque parezca que nos repetimos, a las licencias históricas que se toma sin ninguna vergüenza la industria del espectáculo. En este caso, tanto el cine como el teatro o la música. Aunque es cierto que esta vez muchos de esos errores se apoyan en malas traducciones o interpretaciones de las sagas —los poemas épicos islandeses, que se ha dado en considerar relatos de hechos auténticos pese a que no lo fueran—, o en relatos exagerados y no contemporáneos a los años que nos ocupan, de pueblos víctimas de sus incursiones.

Realmente, si se piensa con objetividad, sus actividades no eran tan sorprendentes. Respondían al esquema clásico de otros pueblos invasores: campañas de saqueo más o menos brutales que nacían en bases lejanas o en campos fortificados establecidos en países invadidos y retirada cada invierno para disfrutar del botín logrado, sobre todo, en monasterios o iglesias, lugares ricos y poco defendidos. No había en inicio ningún interés por la dominación política, solo afán de riqueza fácil. Ni siquiera puede decirse que abrieran nuevas rutas en sus incursiones en busca de botín, o que las escogieran al azar. Eran los caminos de las antiguas invasiones y los senderos comerciales más activos.

¿Qué ocurrió entonces? Que, con su llegada, de repente, tras años de silencio, las trompetas del Apocalipsis volvieron a dejarse oír. Las tañeron los viejos cronistas, atemorizados por la aparición de nuevos bárbaros ante las costas de Inglaterra, Irlanda, Flandes, Francia o España, que amenazaban una vez más con terminar con la cultura que conocían.

Su lógica exaltación no impide comprender el inmenso pánico que sintieron. Los invasores, de las recónditas tierras escandinavas, que parecían seguir el camino de sus predecesores, conscientes a su vez del miedo que producían, se esforzaron en crear el adecuado clima de terror: asesinatos masivos, atroces castigos y orgullosa exhibición de sus feroces costumbres. Todo contribuyó a ambientar sus incursiones. En esas condiciones, los espíritus más fuertes sucumbían sin saber a veces el verdadero número de sus atacantes ni el alcance real de su penetración. Tampoco es que fuera algo importante. Con la vida en juego, ni las estadísticas ni los matices que podamos poner hoy sobre el papel servían para resolver nada. El miedo es libre y, no cabe duda que los europeos del siglo IX llegaron a experimentarlo de manera impensable.

Porque esa es otra cosa que nunca acabamos de entender. La Europa de los albores del siglo IX no era, ni por asomo, igual a la que conocemos. Acostumbrados a deambular de un lugar a otro en nuestros vehículos con calefacción y aire acondicionado, pensamos al llegar al destino —la torre en ruinas o la abadía escavada en la roca—, cómo vivían nuestros antepasados, pero nos engañamos. Ni nos acercamos lo más mínimo a la realidad. Ni siquiera, aunque recorramos sin comodidades un camino medieval a pie, o acampemos durante una semana al raso, bajo las estrellas. Antes o después, nuestro cerebro sabe que regresará a la cómoda forma de vida que conoce. En el siglo IX, no existía esa posibilidad.

Es frecuente referirse a todos los pueblos escandinavos de esa época bajo el término genérico «vikingo». La realidad es que la raíz etimológica de esta palabra, aunque no muy clara, hace referencia a los «guerreros del mar» o los «venidos del mar» —vikingr en antiguo nórdico— y, el sustantivo femenino viking, significa literalmente «expedición marítima». Así pues, al hablar de vikingos deberíamos referirnos únicamente a la parte de población que se embarcaba en empresas de saqueo, piratería, comercio o conquista. Referirse al conjunto de pueblos escandinavos de este período como vikingos, en general, es tan incorrecto como llamar a todos los españoles que fueron a América, conquistadores; o a cualquier habitante del lejano Cipango, samurái.

Al contrario, también de algunas ideas populares, los vikingos tampoco eran un grupo ligado por lazos de ascendencia o patriotismo común, ni tenían ningún sentimiento especial de hermandad. La mayoría, o al menos los más conocidos, provenían de esas áreas que hemos citado que actualmente ocupan Dinamarca, Noruega y Suecia, pero también hay menciones en las crónicas de eslavos de diverso origen, fineses, estonios e incluso samis —lapones—. El único perfil común que los hacía diferentes de los pueblos europeos a los que se enfrentaban era que venían de un país desconocido, que no eran «civilizados» tal y como cada una de las distintas sociedades entendía por entonces ese término y, lo más importante, que no eran cristianos.

Se suele datar el final del período de esplendor vikingo, con la muerte del rey noruego Harald «el Despiadado», en la batalla de Stamford Bridge, Inglaterra, en 1066. Un año que acabaría con la invasión de las Islas Británicas por los normandos, descendientes de vikingos, al fin y al cabo, pero cuyo bardo, al cantar esas hazañas, como era aún costumbre en los pueblos germánicos, no empleó una saga, sino la Chanson de Roland, prueba clara de que los nuevos invasores de la vieja Britania, por más sangre nórdica que llevasen en sus venas, representaban ya a un mundo muy distinto.

No obstante, la influencia escandinava continuó más o menos pujante hasta que toda la Europa continental logró asegurar sus costas con una armada digna de ese nombre y se hizo general la cristianización de los salvajes «hombres del norte». Siguieron por mucho tiempo igual de brutales e igual de bárbaros, pero ahora ya no citaban a los viejos dioses en el combate, sino que se habían convertido en fervorosos defensores de la fe de Cristo e integrado sus pueblos y naciones en la casa común que hoy llamamos Civilización Occidental.

 
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