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SOFÁ SONORO | Bob Dylan

La 'tortura' de escuchar el triple de Dylan

El músico estadounidense edita 'Triplicate', su primera entrega tras ganar el Nobel de Literatura

Lo que se presuponía como una larga tortura se acaba convirtiendo en un enorme placer

Mural dedicado a Bob Dylan en el centro de Minneapolis, Minnesota / GETTY

Madrid

Ayer me acosté con la pluma afilada y la vena hinchada, con el instinto asesino más vivo que nunca. Tenía a la presa bien encuadrada en la mirilla del rifle. Bob Dylan. El maldito Nobel de Literatura, el maestro, el héroe de mi adolescencia. El compositor por excelencia estrenaba en unas horas su tercer disco de versiones y encima era triple. Por primera vez me acosté deseoso de levantarme y criticar a ese viejo malhumorado y distante que tan importante había sido en mi vida. Un sentimiento de rebelión latía con fuerza en mi interior, una necesidad de distanciarme de él y de una etapa de mi vida, de alzar la voz con rabia para protestar por lo que consideraba una tomadura de pelo. Cómo podía un compositor de su altura volver a soltarnos un disco de versiones y salir airoso. No, esta vez no. A Dylan se le ha perdonado demasiado, se le han hecho demasiadas concesiones. Se le perdonó el disco de villancicos, incluso aquel vídeo en el que aparecía arrugado y teñido de rubio. Estaba tan crecido que hasta se había atrevido a cantar a Sinatra. Ya estaba bien, ya era suficiente. La noche del jueves me dormí sabiendo que me esperaba un viernes de cuchillos afilados. Me dormí tarde y mal, un tanto agitado. Pensé en todo lo que iba a escribir aún antes de haber escuchado el disco. Me acosté enfadado con un tipo que ha puesto banda sonora a algunos de los mejores momentos de mi juventud.

Portada del nuevo trabajo de músico estadounidense / BOB DYLAN

El traicionero despertador no ayudó a que me levantase de mejor humor. Me duché sacudido por la misma zozobra y con las mismas ganas de buscar la sangre. Que el propio Bob se me hubiese vuelto a aparecer en sueños no había calmado mis ánimos. Hablamos de las cosas mundanas de siempre, de la familia, del precio de los taxis en Nueva York, de lo poco que cunde un billete de 20 dólares en una noche de verano. Esta vez no me cantó nada, si quiera fue simpático. Me temo que el Bob Dylan de mis sueños es tan rancio y antipático como el real. Hablamos de todo, como si conversásemos con cierta frecuencia, lo que no es del todo falso, al menos en mis sueños. En un momento dado el retraído Bob apuró su café irlandés y me pidió con cierto desaire que escuchase su disco, su maldito triple disco de versiones. Yo no quería sacar el tema. No nos vemos tanto como para discutir durante sus visitas nocturnas. Le dije que lo haría, pero no pude reprimir mi rabia y le espeté que para cantar a Sinatra había que tenerlos cuadrados, que su voz no era su mejor virtud y que después del Nobel de Literatura hubiera sido un detalle recibir un álbum con temas originales suyos. Ahí se enfadó, o al menos me lo pareció. Pero me quedé como dios. Él, pausadamente, metió su palmera de chocolate en el café irlandés y me soltó. "No necesitas al hombre del tiempo para saber en qué dirección sopla el viento". En mis sueños Dylan siempre habla con frases de sus canciones. Le miré directo a los ojos y en su ya anciana mirada encontré aquella respuesta que llevaba cincuenta años volando entre el viento. "Escúchalo y luego me dices", balbuceó. Salimos del bar, nos dimos un abrazo, nos mandamos saludos para la familia y cada uno tiró para su lado. Él a hacer las maletas rumbo a Estocolmo y yo a esperar a que sonase el despertador.

Tras una ducha más corta de lo que me hubiese gustado llegué a la cocina sin querer mirar ni de reojo el disco de terrible portada que aguardaba junto a la minicadena su primera escucha. Después del café me sentí más a gusto y me tiré en el salón a escuchar los tres discos. Del tirón, con el móvil apagado. Sin distracciones, pero lejos de aquel nerviosismo que acompañaba a otros lanzamientos como Modern Times o Tempest, comencé la escucha con menos rabia de la que tenía al acostarme. Un disco triple, el primero de su extensa carrera. Pensé en los tres inmensos álbumes que editó entre 1965 y 1966 y desee haber vivido aquella época. Pensé en lo poco necesario que es ahora escuchar su voz nasal y a veces desagradable adentrarse en las canciones de su niñez. Pensé muchas cosas, pero según se sucedían las canciones fui pensando menos y menos hasta alcanzar un estado en el que ya nada me importaba. Después de todo, la mayoría de esas canciones eran nuevas para mí. Las escuché como si aquel disco hubiese sido escrito para que yo lo escuchase en ese preciso momento. Las canciones se iban sucediendo al ritmo que mi resistencia y mis prejuicios se iban desvaneciendo. A la tercera, quizás a la cuarta, ya estaba rendido, derrotado. El maldito viejo rancio había hecho un disco brutal. Quizá no fuese el disco que yo quería, el que se le pudiese exigir, pero qué carajos tenía que demostrar Bob Dylan a estas alturas de su vida. Cambió la música popular siendo un chaval, en plena cima viró al rock demostrando que todo sentimiento y toda historia caben en una canción. Se hundió varias veces y siempre volvió a reclamar su trono. Se recicló con cincuenta, fue número 1 con más de 60 y ahora, con más de setenta, sigue derribando barreras y demoliendo prejuicios. Sentado en el sofá seguí escuchando canciones, levantándome cada 45 minutos para cambiar el disco. Y no tenía nada que decir. La melancolía de aquellas viejas canciones resultaba conmovedora, la voz rota y arenosa de Dylan las elevaba por encima de cualquier resistencia. Eran canciones hermosas cantadas por una garganta curtida en una gira eterna de más 200 noches al año durante más de tres décadas. Y ese viaje infinito se plasma en estas composiciones de una manera especial y sugerente convirtiendo las canciones de otros en canciones de Dylan. Letras elegidas con esmero entre el vasto cancionero americano, letras que fueron la escuela del maestro, del chaval que quiso cambiar el mundo escribiendo canciones y que ahora, ya anciano, las recupera para que no se olviden, para que no mueran enterradas por millones de discos que llegaron y siguen llegando después. Dylan las hace suyas y les da otra vida, una que comienza este viernes.

Portada del disco de Dylan dedicado a Sinatra / COLUMBIA

La mañana se esfumaba y los discos fueron sonando uno tras otro derribando todas mis ideas, domando toda mi rabia, tornando en una tremendo gozo lo que presuponía como una larga tortura. Si Bob hubiese llamado a mi puerta, cuando afrontaba la última canción, hubiera abierto avergonzado y sin mirarle a los ojos -e intentando que no viese el cuadro suyo que tengo en el dormitorio- le hubiese pedido perdón, perdón por dudar, por cuestionar. Le habría servido un café y le habría prometido no volver a dudar de él, aunque se tiña el pelo, aunque cambie de religión, aunque prometa una segunda entrega de sus memorias que nunca llegó. Imagino que me habría perdonado, habría sonreído mal y se habría marchado sin despedirse canturreando los primeros versos de 'I belive in you'. Maldito viejo cabrón.

Sofá Sonoro: Bob Dylan, el genio que cambió la música

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