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El botón de sus delirios vale 125,000 yenes

Acabamos de enterarnos de que la Tana estuvo en los JJ.OO. de Nagano’98 y oye… nunca imaginamos que pudiera entender tan rápido los gustos sexuales de los japoneses.

Getty Images

Madrid

El bar era solo un pasillo con una barra y una televisión grande, de aquellas que había cuando no existían las de plasma. Un único camarero detrás de la barra y un señor, de unos cincuenta años, perfectamente trajeado al final de la misma. Al margen de todo. Solo. Veinte minutos tardó en ponerse a mi lado, mirándome fijamente a los ojos y soltar: “No me conoces de nada y nunca volverás a verme. Llevo observándote un buen rato y tienes algo que me gusta mucho”. En perfecto inglés. O más perfecto del que yo soy capaz de articular... “Quiero que me regales los botones de tu camisa. Te pagaré por ellos”. Y encima de la mesa soltó un fajo de billetes nuevecitos.

Mi acompañante empezó a colapsar. “Ni rechistes”, ordené. "Me vas a perdonar, pero mis tetas es probable que no sean el objeto de sus delirios”. Tras. Tras. Tras. Tras. Cuatro vulgares botones negros de una camisa comprada en las rebajas, de esos que van con presilla por detrás. El señor, tremendamente formal, abrió una cajita de plata en cuyo interior vimos decenas de botones parecidos a los míos. “Domo arigatou gozaimasu”. Agachó la cabeza, recogió los botones y, guardándolos en su cofre, desapareció para siempre.

Mi acompañante y yo celebramos la anécdota. Teníamos una pasta para divertirnos de lo lindo: Cayó un sushi de escándalo, un par de botellas de sake y un repertorio de sexo al más puro estilo occidental. Como folla una española cualquiera con un canadiense de escándalo, nacionalidades que distan mucho de parecerse ¡qué más quisiéramos! Pero que entre las sábanas urdimos parecido. No sé quién de los dos lo hizo, pero en el televisor apareció el canal porno gentileza del hotel. Y allí estaba. Allí estaba ella, con las piernas abiertas, gimiendo con gesto entre dolor y placer, mientras un tipo la penetraba haciéndose valer. Dos sexos en contacto sin que fuera explícito porque sobre aquella polla y aquel coño, dos puntos negros emborronaban cualquier referencia exhibicionista. Dos círculos muy parecidos a los botones que yo había arrancado de mi camisa de las rebajas.

Mi amante canadiense de Nagano y yo entendimos que 125.000 yenes bien merecían aquel pedazo de polvo. Ese que echamos celebrando que el sexo en el Imperio del Sol pueda imaginarse con tan liviano como cuatro botones de una camisa.

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