Herencia

Madrid

No sabemos si durará tres días, o quince, pero la tía ya no saldrá del hospital. Lo hemos aceptado con dolida naturalidad, como si la diéramos ya por muerta desde hace dos años, en aquel agosto ardiente que la encontramos inconsciente en su casa. Repetimos a quienes nos preguntan que son ya noventa y siete años, que ha disfrutado de una vida envidiable, que ha sobrevivido a todos sus hermanos y que es ley de etcétera.

Los siete primos que la heredamos nos miramos en los turnos junto a ella con un resquemor apenas perceptible. Desde luego, somos demasiado educados como para hablar de ello, pero nos preocupa lo mismo. ¿Cambió la tía el testamento? Sabemos que cuando se recuperó la pasada vez puso todos los papeles en orden. Durante los últimos meses ha repartido regalos sin lógica. Algunas joyas a las niñas, dos cuadros a los chicos. Mi prima Silvia, que es más astuta que las demás (y que, hay que reconocérselo, es también la que más y mejor la ha cuidado) guarda silencio, pero sabemos que le dio de tapadillo el collar de esmeraldas de la abuela, con los pendientes buenos. En sus momentos de lucidez quiere aclarar esos temas, la tía, pero no se lo permitimos. La velamos por parejas, uno controla al otro. Eso no excluye la pena, ni la nostalgia, ni el recuerdo de los chocolates en su salón durante años. Hemos querido mucho a la tía, incluso cuando se ha convertido en un incordio. Pero ahora, en silencio, nos preparamos para la guerra.