El camarero que odiaba el 'Stg. Peppers'
Cincuenta años después de su edición, Stg. Peppers' sigue conquistando público
Cuando cumplí 16 años, entonces se podía beber a esa edad, comencé a frecuentar un bar del barrio. Lo regentaba un tipo que debía tener 20 años más que yo y que pinchaba música en vinilo, cuando tener tocadiscos no era cool sino bastante cutre. Pero Juan, que así llamaremos al camarero ya que no recuerdo su verdadero nombre, calculó que cambiar toda su colección de vinilos le costaría dos millones de pesetas y siguió usando su plato Denon. Pasé mucho tiempo tomando cañas a cien pesetas en aquel bar estrecho con las paredes repletas de marcos baratos con fotografías de escenas de películas, de actores muy masculinos y cantantes andróginos, también había muchas portadas de discos. Portadas que el propio Juan cambiaba conforme a quién sabe qué criterios. Aquel camarero, que tenía muchas papeletas de quedarse calvo antes del nuevo milenio, tenía un gusto musical exquisito y la costumbre de compartirlo entre sus clientes, la mayoría viejos con poco interés en escucharle. Yo lo hacía fascinado y solía escribir nombres y fechas en las servilletas del bar. Entonces, antes de que toda la música del mundo estuviese en tu móvil, este tipo de personas eran, al menos para mí, una suerte de guías espirituales.
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Cada viernes, antes de quedar con los amigos, solía pasarme por el bar a tomar unas cervezas y a escuchar música. Juan era un fanático del blues, cosa que heredé, y un apasionado de los Rolling Stones con un punto psicótico, como demostraba esa vena que se hinchaba en la frente cuando alguien le contradecía. Como la mayoría de locos de los Stones que he conocido, Juan detestaba a los Beatles. Mucho. Y cuando se encabronaba de su boca escapaban unos tremendos perdigones cuando pronunciaba Abbey Road o Paul McCartney, víctima habitual de sus dardos. Pero si había algo que Juan realmente detestaba con todas sus fuerzas era el Stg. Peppers, la aberración más sobrevalorada de la Boy Band de Liverpool, solía decir con aires despectivos. A mí, sin embargo, me gustaban tanto los Beatles como los Stones. Iba por épocas. Eso, en el Bar de Juan, era inadmisible. Cuando salía el tema a colación, yo pedía otra caña. Evité el asunto durante años mientras cada cierto tiempo oía sus burlas y diatribas sobre la portada, el irritante sonido del disco o calificar Lovely Rita de la mariconada más grande de todos los tiempos.
Una noche, cuando tenía ya 21 años, Juan y yo nos dispusimos a hacer una lista con las mejores canciones de los años sesenta. "Sin mariconadas", me advirtió. Eran los noventa y los comentarios homófonos estaban a pie de barra. Para la lista había que elegir 20 canciones, diez de la primera mitad de los sesenta y otras diez de la segunda. Tras cinco años peregrinando en aquel local, admito que Juan ejercía una palpable influencia en mí, por lo que obvié a los Beatles de la primera parte e incluí algo de Howlin Wolf. Siempre ha habido mucho postureo en lo de hacer listas. Tras pasar conscientemente de los inicios de los Beatles cometí un error de bulto en la segunda lista y se me coló A day in the life, del vetado Stg Peppers. Una canción eterna que definió el rumbo del rock de los siguientes cuarenta años. Una composición que adoraba y que me había acompañado en decenas de momentos. Cuando terminamos de escribir, Juan cogió mi papel con maneras de profesor de instituto y comenzó a leerlo en alto asintiendo en los aciertos y dando lentos tragos de su cerveza cuando no le gustaban mis elecciones. Cuando llegó a la canción maldita vi en su mirada el desencanto. Levantó los ojos, me miró fijamente y me echó del bar sin grandes aspavientos. Nunca volví. Poco después dejé la casa de mis padres y me alejé del barrio. Encontré otros bares y otros camareros, aunque en ninguno y con ninguno aprendí tanto como con aquel barman desquiciado. Hace unos meses, casi 20 años después de mi primera caña en aquel bar, pasé por la puerta. No entré. Me quedé a unos metros apurando un cigarro y mirando entre la penumbra de su interior. Seguía igual, con las pipas en el suelo y los mismos viejos apurando la copa. Vi a Juan, totalmente calvo, con su vena hinchada secando un vaso. El tocadiscos seguía al fondo de la barra y justo encima, en el lugar que Juan solía poner sus discos del momento, lo vi. El maldito Stg Pepper ocupaba el lugar de los álbumes predilectos. Pensé en entrar y pedirle explicaciones. Ver si me reconocía, si se acordaba de aquella tarde, de aquella lista. No lo hice. Terminé el cigarro y seguí mi camino con una extraña sensación de redención y justicia musical.