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La semana de los descubrimientos

El PP se encuentra con la democracia interna y sus efectos; Sánchez, con la realidad de gobernar y Ciudadanos, con la pérdida de protagonismo

La exvicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría / Chema Moya EFE

Madrid

Otra vez la indignación. La decisión de la Audiencia de Navarra de liberar a los cinco condenados de La Manada ha devuelto a las calles las protestas que ya provocó la sentencia, que describió una violación pero la dejó sin el castigo correspondiente. La sociedad española, liderada por las mujeres, está enviando un mensaje a los poderes anclados aún en interpretaciones de otra época: el movimiento feminista no fue pasajero, sino que ha arraigado para cambiar el concepto machista del mundo. No es ideológico ni mucho menos partidista; es uno de los movimientos sociales determinantes de este principio de siglo y alcanza mucho más allá del análisis político.

En el análisis político, ¿qué nos quedaba por ver, si habíamos visto mociones de censura, investiduras fallidas, congresos convulsos, la declaración independentista, el 155 y naves en llamas más allá de Orión? Nos quedaban por ver las primarias en el Partido Popular. Está ocurriendo en el PP aquello de lo que el PP se burlaba cuando le ocurría a los demás: la división entre compañeros, las luchas de familia y la pugna dura –sucia, las más de las veces– no por una ideología, sino por el poder. A estas alturas, todavía quedaban lecciones por aprender.

Ahí está el PP, en pleno descubrimiento de la democracia interna y sus efectos, que es lo más temido en una organización "de orden" que siempre sabía lo que iba a pasar. Lo sabía porque solía depender de un dedo, ya fuera de Fraga o de Aznar, hasta que Rajoy cambió el dedo por el sello del registro de Santa Pola. Toda una época cabe en esa imagen. El PP se prepara para "la guerra", que es la expresión que citan sus propios dirigentes en cualquier conversación. No hay quien pueda prever los resultados de las primarias, que serán además a doble vuelta, y el PP no está hecho a la incertidumbre.

Nos quedaba aún por ver al Gobierno recién estrenado aterrizando en la realidad. Tuvo Pedro Sánchez un primer impacto con la dimisión de Màxim Huerta, que le rompió las mieles con las que fue recibido su Gabinete. Estos días han descubierto la diferencia entre gobernar y no hacerlo, que es algo de lo que Rajoy hablaba siempre y que esta semana admitió un ministro recién nombrado. Tras reconocer que no derogará la reforma laboral como prometió, Sánchez ha acabado anunciando que no reformará tampoco la financiación autonómica. Descubrirá, pues, el grado de oposición que están dispuestas a plantearle las comunidades, en particular las socialistas.

Descubrirá también el presidente, durante la gira europea de estos días, si el cambio de Ejecutivo sirve para que cambie la percepción que se tiene de España en la Unión. La percepción y la posición. El principal argumento es la inmigración y España fue la primera que movió pieza. Ante el auge del populismo y las posiciones de extrema derecha –llamar populismo a lo de Salvini en Italia empieza a quedarse corto–, la acogida del Aquarius envió una señal a las cancillerías. En esa reacción europea, España quiere tener un papel, que será el contrapunto a las posiciones extremistas de Italia o Hungría.

Están, por último, Ciudadanos y Podemos, que no hace tanto aparecían en algunas encuestas como primera y segunda fuerza. Andan ahora redescubriéndose, con menos protagonismo ya, en este cambio de escenario.

 
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