Los ecos de Auschwitz
Se cumplen 70 años de la liberación del campo de concentración pero los testimonios de los que allí estuvieron siguen más vivos que nunca
Berlín
“Mi mujer me dice siempre: déjalo ya. Vuelves a casa pálido como un cadáver. Pero veo que al año vienen un millón y medio de visitantes a Auschwitz, y esto quiere decir que hay gente que quiere saber la verdad”. Tadeusz Smreczynski sobrevivió al horror de Auschwitz. Ha borrado de su piel el número que lo identificaba como prisionero, pero los recuerdos permanecen intactos. Llegó al campo de concentración en 1944, cuando los nazis aniquilaban cada día en las cámaras de gas a unos 2.000 judíos.
Entre las víctimas, los padres de Sigfried Meir, él, un niño de ocho años, logró sobrevivir y antes de que el ejército rojo liberara el campo fue enviado a Mathausen: “Algunas veces oigo hablar de solidaridad y les puedo jurar que en Auschwitz no había ni una pizca de ayuda, sólo íbamos a lo nuestro, a vivir un día más. Todas estas cosas fueron mi Universidad”.
Sigfried: “En Auschwitz no había ni una pizca de ayuda, sólo íbamos a lo nuestro, a vivir un día más
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Unos 250 supervivientes participan este martes en la conmemoración del 70º aniversario de la liberación de Auschwitz. También habrá políticos pero permanecerán en un segundo plano. La decisión de que sólo hablen los supervivientes se tomó pronto. Sus experiencias van a centrar los actos de conmemoración y no habrá discursos políticos.
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Poco a poco las voces de Auschwitz se apagan pero antes de despedirse, Jozef Pacinsky, un joven de 95 años, nos pide a los periodistas que informemos al mundo de lo que nos ha contado: “Tenían una lista con los nombres. Un oficial de las SS pronunció unas palabras que me acompañarían toda la vida. Dijo: "No tenéis ni idea de dónde estáis, esto es un campo de concentración alemán. Aquí se vive como máximo tres meses, y si entre vosotros hay sacerdotes o judíos, entonces puede que sobreviváis seis semanas”.
Josef Paczinsky, el prisionero número 121, llegó a Auschwitz el 14 de junio de 1940. Hoy regresa al campo que estuvo a punto de segarle la vida, en el que permaneció cinco años. Traje azul marino, corbata de rayas rojas y en la solapa la cruz al mérito otorgada por el gobierno alemán. Los nazis reclutaron a este soldado polaco para trabajar como barbero del comandante de las SS Rudolf Höss: “Las manos me temblaban. Le cortaba el pelo. Él nunca dijo nada. Yo sentía miedo y él seguramente sentía asco. Me han preguntado muchas veces por qué no le corté el cuello, pero siempre pensé en las consecuencias. Si lo hacía, quizás ejecutaran a la mitad de los prisioneros. ¿De qué serviría? De inmediato enviarían a otro comandante”. Su testimonio sirve para reconstruir la barbarie perpetrada por los nazis. Kilos de pelo, de zapatos, de gafas y de maletas sacan del anonimato a las víctimas.
Sus enseres forman parte de la exposición permanente del museo de Auschwitz, Piotr Cywinski es su director: “Hablar de holocausto en Washington o en Jerusalén no tiene nada que ver con hablar de Holocausto aquí, aquí están las huellas… Este era un campo de concentración que a su vez era un campo de exterminio, es el único que se conserva y también el único del que hay supervivientes”.
Más de un millón de personas fueron asesinadas en Auschwitz. No morían sólo en las cámaras de gas, sino también de hambre o a causa de enfermedades como el tifus. Antes de arrastrar sus cadáveres a los hornos crematorios, los prisioneros debían retirarles las joyas o los dientes de oro y a las mujeres, cortarles el pelo. “Me acuerdo de un día que vi a otros prisioneros en un cobertizo cargando cadáveres en una especie de carretilla. Su expresión era constreñida y me acerqué y les pregunté qué pasaba. “Uno de ellos todavía vive y lo han lanzado aquí, en este montón”, me dijeron”.
“Todos los días eran malos”, recuerda Tadeusz Smreczynski, que, a sus 91 años, asegura que el odio es para él un sentimiento ajeno y sigue sin comprender el porqué de tanta atrocidad. En Auschwitz incluso la música era utilizada de forma macabra. Las bandas tocaban cuando los prisioneros regresaban exhaustos de los campos de trabajo o cuando entraban a la cámara de gas. Quien tocaba un instrumento podía salvarse: “Un día escuché que alguien cantaba un aria de la ópera Tosca. Vi que los guardias señalaron una ventana, subieron y de inmediato la voz cesó. Después me dijeron que lo habían fusilado. Era el tenor de la ópera de Bruselas, un judío. A su familia la habían matado ese mismo día y él se salvó porque iba a ingresar en la orquesta del campo. Todavía hoy cuando escucho esta ópera en la radio, me vengo abajo”.