De refugiados a ilegales a unos 100 kilómetros de casa
La situación para los refugiados del campamento de Tiro se complicó todavía más cuando el gobierno libanés dejó de renovarles el permiso de residencia. Tienen miedo a ser detenidos
Líbano
Antes del conflicto, Omar y Ahmed iban a Líbano a trabajar en verano. “Había trabajo, pagaban bien, pasábamos la temporada en el restaurante, ahorrábamos algo de dinero y volvíamos a casa”. Eran vecinos en un barrio de Alepo. Ahora comparten colchón en un campo de refugiados en Tiro, al sur de Líbano.
Abu Hassan vive entre cuatro paredes hechas de láminas de chapa y madera, protegidas por unos plásticos amarillos que les ha dado ACNUR. “Pagamos una renta de 150 dólares al mes y 20 por el agua”, dice el hombre. Tiene cinco hijos y, como no le alcanza el dinero, tiene que elegir cuál de ellos va al colegio. “A la falta de trabajo hay que sumar que ya no tenemos papeles, hemos pasado de ser refugiados a ser ilegales” ante la impotencia de estar a apenas 100 kilómetros de su casa. La situación para ellos se complicó todavía más cuando, hace un año, el gobierno libanés dejó de renovarles el permiso de residencia. Ahora le da miedo salir del campamento por la posibilidad de ser detenido.
Esta situación sitúa a los refugiados en un papel todavía más vulnerable; les pagan salarios mucho más bajos que a los locales o les inflan los precios de las rentas. La dificultad de conseguir un trabajo legal hace que muchas familias hayan puesto a trabajar a sus hijos. Fatma vive con sus dos niños menores y la que sustenta la casa es Aya, de 14 años. “Los otros dos son sordomudos, van al mercado a ayudar a la gente a transportar bolsas”, dice su madre.
El perfil de los refugiados que viven en el sur de Líbano es diferente al de los que cruzan a Europa. La mayoría son familias de muy bajos recursos, sin estudios universitarios, y ninguno a los que nos hemos acercado habla inglés. “Estamos aquí porque no tenemos dinero para viajar a Grecia”, reconoce Omar. También están más asustados, ningún adulto quiere salir en una foto. “No sólo tememos por nosotros”, dice refiriéndose a la posibilidad de que el régimen o sus aliados tomen represalias contra la familia que todavía tiene dentro de Siria.
La situación en Líbano es cada vez más difícil. Este pequeño país, de cuatro millones de habitantes, acoge a 1.100.000 refugiados sirios registrados por ACNUR (se estima que hay otros 300.000 sin papeles) a los que se suman casi 500.000 refugiados palestinos. O, dicho de otra manera, un habitante de cada cuatro es un refugiado. El 80% se ha asentado en las poblaciones libanesas más pobres, en algunas hay incluso más refugiados que locales. El sistema educativo público está a punto de colapsar. Hay tres turnos, mañana, mediodía y tarde. La hija de Abu Hassan va por la tarde, junto con los otros niños sirios. Y el sistema de salud no da abasto para todos. Los que no tienen la residencia, sólo son atendidos por las organizaciones humanitarias.
En este contexto la ayuda internacional está jugando un papel fundamental. Organizaciones como Acción contra el Hambre, a quienes acompañamos en esta visita, tienen programas de asistencia que están orientados también a favorecer la convivencia. Los cupones de su programa alimentario, por ejemplo, se tienen que canjear en las tiendas locales para contribuir a la economía y aliviar las tensiones con la población que les acoge. Con este panorama, después de cinco años de conflicto, la situación humanitaria empeora por momentos y su presencia azuza las tensiones internas de los libaneses.
Fatma sonríe tímidamente cuando le preguntas por las negociaciones de paz en Ginebra. “Inshalla”, contesta. “Ojalá lleguen a algo, pero aquí nadie cree en ellas”, confiesa. Al principio pensaba que sería un sacrificio de unos meses y que luego volvería a su casa. Pero han pasado ya cinco años y ese deseo está prácticamente desterrado. Ahora espera a que la comunidad internacional les dé una oportunidad. Con sus dos hijos discapacitados, confía en que ACNUR les reubique en algún país de Europa donde puedan tener un futuro próspero y valerse por sí mismos. No le importa no conocer el idioma y tener otra cultura, lo que quiere es poder desarrollar su vida en paz. Porque ahora vive “en una espera constante, con un ojo mirando a Siria y con el otro a la Europa solidaria, esperando a que alguien alivie, de alguna manera, el calvario al que les han forzado a vivir durante los últimos cinco años.