Benjamin Clementine, la dolorosa esperanza del vagabundo
El joven artista británico seduce a Madrid con su hipnótica voz quebrada y su virtuosismo al piano
Madrid
Dejó colgado su clásico abrigo británico y abrazó la levedad de los tejidos finos en una calurosa noche en Madrid. Tímido y extrovertido, delicado y virulento, Benjamin Clementine (Londres, 1988) es un artista singular e inclasificable. La crítica musical lo ha comparado con Nina Simone y Antony Hegarty, pero él rehúye las etiquetas. Se considera más poeta que músico y en su único álbum, ‘At least for now’, cristalizan todas las pulsiones internas de una vida complicada.
De origen ghanés y residente en un barrio marginal de Londres, pronto dejó la escuela y escapó de un entorno familiar hostil. Solo su abuela lo entendía. Autodidacta, iba a la biblioteca a leer a los grandes poetas y coqueteaba con un viejo piano desde los 11 años. La atracción por la cultura francesa lo llevó a París. Vagó y durmió en sus calles, tocó en el metro, subsistió a base de propinas con la firme convicción de que encontraría su sitio. Su talento topó con dos productores franceses. Cambió el subterráneo por bares y fiestas hasta que Jools Holland lo reclama en la BBC. Ya no había vuelta atrás.
Acompañado por un violonchelo y una batería, Clementine hace un parón en su gira americana para compartir la soledad de sus letras con el público madrileño. Se atreve con el castellano, bromea con las siestas, un cartel explica que prefiere que los asistentes no hagan fotos. Solo disfruten de su música. “Cantar, cantar y cantar”, chapurrea. Extiende sus dedos, se funde con el piano. Se dispone a recitar su vida.
Del niño marginado que fue y vuelve hay mucho en ‘Winston Churchill’s Boy’, una reescritura del famoso discurso del ex primer ministro británico. "¿Dónde está su familia? ¿Dónde están sus seres queridos? […] Dicen que ningún hombre puede ser un profeta en su propio país, por lo que me fui y aquí estoy”, interpreta sin rencor. Lo suyo es un grito doloroso pero donde siempre aguarda la esperanza. Pasional y contradictorio, golpea con el pie descalzo el suelo mientras susurra sus entrañas e inmediatamente escupe frases imposibles acariciando el piano. En ‘London’ le recuerda a su ciudad natal que “nunca subestimará quien puede llegar a ser” y el tintineo de los palillos avisa de que en ‘Nemesis’ “hay que tratar a los demás como quieras ser tratado”. Cierra el círculo ‘Condolence’. Sin atormentarse, necesita gritar y dejar claro que “siempre recordará que viene de la nada”. El público recompensa su sinceridad con aplausos que suenan a abrazos.
Transita relajado a ‘Adios’, quizá su canción más autocrítica, en la que intenta despojarse del niño que culpaba a todos y celebra el aprendizaje de sus errores. Tras apalear las teclas y reivindicar sus decisiones, se detiene, habla con sí mismo y gira para convertirse por segundos en el cantante de ópera más frágil y delicado. El lirismo de la poesía que tanto le fascina. El recital, intenso pero corto de un único trabajo, alcanza el clímax con dos temas que condensan su deliciosa introspección. “Estoy solo en un caja de piedra […] Junto a esta cama mis lágrimas tienen su descanso solemne. Estoy solo, solamente en una caja de piedra. Afirman que me amaban pero todos ellos mienten. Me siento solo, solo en un cuadro de mí mismo. Y este es el lugar al que ahora pertenezco”, rememora con angustia en ‘Cornerstone’ sus noches en la calle. No escapa de quién fue ni de dónde viene y, como si necesitara una réplica, responde rápidamente con ‘I won’t complain’ (edición deluxe) que la vida solo lo ha hecho más fuerte. “Volverán los días maravillosos, así que no voy a quejarme”. Expresa su voz rasgada un optimismo oscuro o un pesimismo luminoso. Le ayuda que le odien y le daña que le amen. Hay dolor, pero también esperanza en este joven prodigio que escondían lo túneles de París.
José M. Romero
Cubre la información de cine y series para El Cine en la SER y coordina la parte digital y las redes...