Lo último que uno espera escuchar en el juicio en el que declara el presidente del Gobierno son risas burlonas que llegan desde el fondo, que celebran un chascarrillo de Rajoy y hasta le animan: «Muy bien, muy bien». Es lo último que uno espera porque nada más empezar, cuando Mariano Rajoy ha salido de una sala de la que nunca salen los testigos tras llegar por el garaje por el que nunca llegan los testigos, ha podido hasta tocarse un estremecimiento. Ahí estaba el presidente del Gobierno, a paso vivo y con corbata negra, tratando de disimular la incomodidad a veces enlazando los dedos, a veces frunciendo el ceño, a veces apretando los labios. Sin papeles ni boli, sin agua. Jurando decir toda la verdad. Todo iba bien al principio para Rajoy, con la pose del opositor que recita sus respuestas. Esta me la sé, le faltaba decir cada vez que caían las preguntas que ya sabía que le caerían, igual que cuando te tocaba Platón en el examen de Filosofía. Estaba preparado para eso, para decir que una cosa es la política y otra son las cuentas, que «eso lo entiende cualquiera», y una de las veces en que el presidente del tribunal le ha cortado él ha dejado el dedo en el aire para que no se le quedara en los labios lo que traía estudiado de casa. Él había venido a decir verdad. En tantas crónicas ha leído el presidente que este sería su trance más amargo que él ha entrado dispuesto a pasárselo bien. Qué risas entre algunos de los presentes en el público, que eran muy pocos, cuando Rajoy tiraba de esos chascarrillos que le aplauden los suyos en el Congreso. Si el abogado de Adade y el de Bárcenas se enredaban, el presidente les miraba con la misma diversión con la que mira a Montoro cuando arrea a la oposición. A veces se inclinaba ligeramente sobre el respaldo y sonreía. «Hasta donde yo sepa», decía mientras miraba al público aprovechando la suerte de tenerlo de frente y no en el cogote, como les pasa a los demás. ¿Y hasta dónde sabe? «Hasta el final». Rajoy estaba suelto y seguro. Rajoy estaba pasándoselo bien. Pero algo ha ocurrido al cabo. Se ha ido el sonido y se ha ido Rajoy, que al volver ya no era el mismo. Había perdido los chascarrillos y no se oían risas entre algunos de los presentes. Los interrogadores le han ido acorralando en la concreción, que es el peor de los escenarios para Rajoy, amante de las generalidades y de lo que las cosas son aunque a veces no sean como uno quiere que sean. Le han empezado a mostrar documentos, a preguntar por fechas y reuniones. Le han sacado los papeles y hasta los SMS y entonces, ya cansado, ha salido por donde suele salir: «Hacemos lo que podemos significa que no hacíamos nada». Para entonces Rajoy ya había hilado una cadena de no lo sé, no me consta, no lo recuerdo, no lo conozco y todas aquellas expresiones que su equipo le había recomendado que evitara porque equivalen «a una condena social». Estaban todos, de uno en uno, el no lo sé, no lo recuerdo y eso se comprende «con meridiana claridad». «¿Sabe usted algo?», le ha replicado, exasperado, uno de los letrados, como si fuera otro Rajoy en vez del Rajoy resuelto de la primera hora, tan dispuesto y socarrón. El presidente del tribunal le ha librado del trago de responder a esa maldad, que era peor que incriminarle en un delito. Luego se ha ido, ya con peor memoria, envuelto en sus propias frases. Con el paso vivo y el ceño fruncido. Apretando los labios. Por la sala por la que no sale nadie que no sea Mariano Rajoy.