En defensa del no hacer nada
En la década de 1950, muchos teóricos temieron que, gracias a las innovaciones tecnológicas, los estadounidenses no supieran qué hacer con su tiempo libre
En la década de 1950, muchos teóricos temieron que, gracias a las innovaciones tecnológicas, los estadounidenses no supieran qué hacer con su tiempo libre.
Sin embargo, hoy, como señala la socióloga Juliet Schor, los estadounidenses están saturados de trabajo, dedicandole más horas que en cualquier otro momento desde la Gran Depresión y más que en cualquier otro país occidental.
Probablemente eso esté relacionado con el hecho de que el acceso instantáneo y continuo a la red se ha vuelto casi obligatorio, y nuestros dispositivos nos exponen constantemente a un aluvión de mensajes que claman: “Urgente”, “Últimas noticias”, “Para publicación inmediata”, “Se necesita respuesta CUANTO ANTES”.
Interrumpen nuestro tiempo libre, nuestro tiempo en familia e incluso nuestra conciencia.
A lo largo de la última década he tratado de entender los efectos sociales y psicológicos de nuestras crecientes interacciones con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, un tema que examiné en mi libro El yo terminal: la vida cotidiana en los tiempos hipermodernos (The Terminal Self: Everyday Life in Hypermodern Times).
En esta era de la conexión 24/7, la perspectiva de no hacer nada puede sonar poco realista e irracional.
Pero nunca ha sido más importante.
La aceleración por la aceleración
En una era de extraordinarios avances que pueden mejorar nuestro potencial humano y la salud del planeta, ¿por qué la vida cotidiana parece provocarnos tanta ansiedad?
¿Por qué las cosas no son más fáciles?
Es una pregunta compleja. Una forma de explicar esta situación irracional es algo llamado la fuerza de la aceleración.
Según el crítico teórico alemán Hartmut Rosa, los rápidos avances tecnológicos han hecho que la aceleración se convierta en el ritmo que marca los cambios dentro de las instituciones sociales.
Lo vemos en las fábricas, donde la producción “ajustada” exige máxima eficiencia y capacidad para responder ágilmente a las fuerzas del mercado, y en las aulas universitarias, donde los programas informáticos instruyen a los maestros sobre cómo “hacer que los estudiantes completen rápidamente” todo el temario. Ya sea en el supermercado o en el aeropuerto, los procedimientos se implementan, para bien o para mal, con un objetivo en mente: la velocidad.
La aceleración como fenómeno evidente comenzó hace más de dos siglos, durante la Revolución Industrial. Pero esa aceleración se ha acelerado. Regida por objetivos poco lógicos, estimulada por su propio impulso y encontrando poca resistencia, la aceleración parece haber engendrado más aceleración, en aras de la aceleración.
Para Hartmut Rosa, esta aceleración imita misteriosamente los criterios de un poder totalitario:
Ejerce presión sobre las voluntades y acciones de los sujetos;
es ineludible;
es omnipresente;
y es difícil de criticar y combatir.
La opresión de la velocidad
La aceleración descontrolada tiene consecuencias.
A nivel ambiental, extrae recursos de la naturaleza más rápido de lo que pueden reponerse y produce residuos más rápido de lo que pueden ser procesados.
A nivel personal, distorsiona la forma en que experimentamos el tiempo y el espacio. Se deteriora la forma en que abordamos nuestras actividades cotidianas, deforma el modo en que nos relacionamos y erosiona la estabilidad del yo. En un extremo lleva al agotamiento y en el otro a la depresión. Cognitivamente, inhibe la capacidad de mantener una atención continuada y la evaluación crítica. Fisiológicamente, puede estresar nuestros cuerpos e alterar las funciones vitales.
Por ejemplo, la investigación detecta, en aquellos que trabajan frecuentemente en entornos de alta velocidad en comparación con aquellos que no trabajan en esos entornos, entre dos y tres veces más problemas de salud autodiagnosticados que van desde ansiedad hasta problemas para dormir.
Cuando nuestro entorno se acelera, debemos pedalear más rápido para seguir el ritmo. Los trabajadores reciben más correos electrónicos que nunca, un número que va a más. Cuantos más correos electrónicos reciba, más tiempo necesitará para procesarlos. Se le requiere que realice esta o aquella tarea en menos tiempo, que realice varias tareas a la vez, o que dedique menos tiempo a leerlos y responderlos.
La productividad de los trabajadores estadounidenses ha aumentado dramáticamente desde 1973. Lo que también ha aumentado de forma importante durante ese mismo período es la brecha salarial entre la productividad y el salario. Mientras que la productividad entre 1973 y 2016 aumentó un 73,7%, el salario por hora lo hizo solo un 12,5%. En otras palabras, la productividad ha aumentado aproximadamente seis veces más que el salario por hora.
Claramente, la aceleración exige más trabajo, ¿y con qué fin? El día tiene un número concreto de horas, 24, y ese gasto adicional de energía reduce las ocasiones para participar en las actividades esenciales de la vida: la familia, el ocio, la comunidad, la ciudadanía, los anhelos espirituales y el desarrollo personal.
Es un círculo vicioso: la aceleración impone más estrés a los individuos y reduce su capacidad para gestionar sus efectos.
No hacer nada y “ser”
En una sociedad hipermoderna impulsada por los motores gemelos de la aceleración y el exceso, no hacer nada se equipara con el despilfarro, la pereza, la falta de ambición, el aburrimiento o el “tiempo de inactividad”.
Pero esto delata una concepción bastante instrumental de la existencia humana.
Muchas investigaciones, y muchos sistemas espirituales y filosóficos, sugieren que alejarse de las preocupaciones cotidianas y pasar tiempo simplemente reflexionando o meditando es esencial para la salud, la cordura y el crecimiento personal.
De manera similar, igualar el no hacer nada con la no productividad revela una comprensión miope de la productividad. De hecho, la investigación psicológica sugiere que no hacer nada es esencial para la creatividad y la innovación, y la aparente inactividad de una persona podría en realidad cultivar nuevos conocimientos, ideas o melodías.
Según la leyenda, Isaac Newton comprendió la ley de la gravedad sentado bajo un manzano, Arquímedes descubrió la ley de la flotabilidad mientras se relajaba en su bañera, y Albert Einstein era conocido por quedarse mirando al vacío en su despacho durante horas.
El año sabático académico se basa en la idea de que la mente necesita descansar y poder explorar para que broten nuevas ideas.
No hacer nada o, simplemente, ser es tan importante para el bienestar humano como hacer algo.
La clave es equilibrar ambas actitudes.
Levantando el pie del pedal
Dado que probablemente sea difícil pasar de un ritmo acelerado a no hacer nada, el primer paso consiste en desacelerar. Una forma relativamente fácil de hacerlo es simplemente apagar todos los dispositivos tecnológicos que nos conectan a Internet, al menos por un tiempo, y evaluar lo que nos sucede cuando lo hacemos.
Investigadores daneses descubrieron que los estudiantes que se desconectaron de Facebook durante una semana comunicaron un aumento notable en su satisfacción vital y en las emociones positivas. En otro experimento, varios neurocientíficos que realizaron un viaje por la naturaleza relataron un mayor rendimiento cognitivo.
Diferentes movimientos sociales están abordando el problema de la aceleración. El movimiento Slow Food, por ejemplo, es una iniciativa popular que aboga por la desaceleración mediante el rechazo de la comida rápida y la agricultura industrial.
A medida que avanzamos, parece que no nos paramos a examinar seriamente la razón de ser de nuestras vidas frenéticas, y asumimos erróneamente que aquellos que están muy ocupados lo están porque participan en proyectos importantes.
Promocionado por los medios de comunicación y la cultura corporativa, este credo de actividad contradice tanto aquello que la mayoría de la gente en nuestra sociedad define como “la buena vida” como los principios de muchas filosofías que ensalzan la virtud y el poder de la quietud.
Simon Gottschalk, Professor of Sociology, University of Nevada, Las Vegas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.