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Cartas al director: Vicente Campo y el oficio de alcalde

Víctor Pardo Lancina

En ningún ámbito de la sociedad se revela tan cercana la gestión política como en el municipal. El del alcalde es, pues, un oficio impregnado por la acción cívica y la inmediatez, ejemplarizante en muchos aspectos. Así ha sido siempre, a pesar en ocasiones del propio carácter del regidor y aun cuando a los alcaldes nunca los han elegido los ciudadanos, antes los nombraba el ministro de la Gobernación a propuesta del todopoderoso gobernador civil y ahora el pleno municipal.

Cuando Vicente Campo Palacio accedió por segunda vez a la Alcaldía de Huesca era consciente de su papel, del tiempo que le tocaba vivir, de las circunstancias que concurrían en su nominación y de lo que de él se esperaba en el Régimen que lo elevaba a la categoría de primera dignidad municipal. No defraudó. ?Hoy vuelvo a ocupar este sitial sin ningún prejuicio?, señaló el flamante alcalde el 28 de marzo de 1947, tras la lectura del nombramiento realizada por el secretario de la Corporación, Carlos Ara. Y en la magnitud de semejante afirmación quedaba reflejada la actitud ética del político y la del hombre.

?Por segunda vez ha querido Dios ?prosiguió su discurso el nuevo regidor? que caigan sobre mí las responsabilidades de la Alcaldía. Fue la primera en aquellos gloriosos tiempos de la Dictadura del general Primo de Rivera, aquel ilustre español de tan recta y patriótica intención, a quien yo, en estos momentos quiero rendirle el homenaje de mi recuerdo emocionado?. ¿Acaso olvidó Vicente Campo a sus predecesores en el cargo al remitirse a los tiempos de Primo de Rivera? En absoluto. Tuvo palabras de gratitud para el alcalde dimisionario José María Lacasa y reprobó el tiempo y la gestión de ?los que esterilizaron los mejores ideales con su política de campanario?, refiriéndose, naturalmente, a los alcaldes republicanos asesinados, Manuel Sender y Mariano Carderera. Es curioso, pero a Vicente Campo le entregó la vara de mando, en funciones de alcalde ejerciente por ausencia de Lacasa, Agustín Soler Chías, uno de los testigos que con más dureza y saña se empleó ante el Juzgado Especial de Incautación de Bienes en los procesos contra Ramón Acín ?compañero de Vicente Campo en la Escuela de Magisterio? y su mujer Conchita Monrás, ambos asesinados en agosto de 1936. A estos procesos, lógicamente, sólo eran llamadas personas de intachable trayectoria, el propio Campo Palacio actuó en varios de ellos siempre que fue requerido.

Estas circunstancias, el opresivo clima político imperante, la densa atmósfera cuartelera, no fueron óbice para que Vicente Campo aceptara el cargo, y llegado el momento ?el consejo paternal del gobernador civil?, según dijo. El imperativo del deber se imponía por encima de cualesquiera consideraciones: ?Deber que todo buen ciudadano tiene de su aportación personal, que le obliga a poner a contribución diaria su inteligencia, su esfuerzo y su alcancía cuando se le pide con interés del bien público?. Era el caso, desde luego, y quedó patente al final de un discurso que desató las pasiones patrióticas más encendidas: ?Pondremos nuestra modesta contribución ?leyó en sus cuartillas un ya emocionado alcalde? a la gran obra de alcanzar la España una, grande y libre que soñara José Antonio y que hoy siente, con sentido heroico, nuestro gran Caudillo Franco?. Los vivas de rigor remataron el parlamento y tal como también recoge la prensa de este día, a propuesta de Vicente Campo se acordó ?cursar un telegrama de adhesión inquebrantable al Caudillo y otro al ministro de la Gobernación?. ¿Hubo propuestas concretas de trabajo? se preguntará el lector: ?No es momento de adelantar programas, ni siquiera esbozos?, asevera don Vicente, quien sólo añade que trabajará ?por conservar prestigiados los valores tradicionales de la ciudad?. Y lo cumplió.

No tengo dudas de que Vicente Campo, hombre de gran cultura, editor y director de periódicos como ?Patria? (1937), donde colaboraban las plumas más recalcitrantes y nacionalsocialistas del momento tales como Ricardo del Arco, Luis Mur Ventura o el vitriólico Juan Tormo Cervino, también testigo frente a Acín y Monrás y concejal con don Vicente, no dudo, insisto, que cuando construyó su discurso de toma de posesión era sabedor de la trascendencia histórica de sus palabras, de la importancia de su gesto y de su comunión política que era acatamiento sumiso de los postulados y modos franquistas. Vicente Campo constituye una pieza del Régimen, en Huesca una de las tres más notables junto al obispo Lino y el gobernador Manuel Pamplona y Blasco.

Aunque a la vista de su discurso se colige que careció de visión de futuro, fiado como estaba a la perspectiva de que el franquismo al que se adhirió con temple no acabaría nunca ?a veces también uno se pregunta si ha terminado definitivamente?, su obra ha gozado no obstante, de fortuna crítica. A Vicente Campo se le dedicó una calle principal y un busto en el parque municipal, lo que no es poco a la vista del ominoso olvido que envuelve a figuras de verdadero relieve. Pero lo que nadie podía imaginar es que además ahora se proyecte un gran homenaje y una magna escultura. Inimaginable, máxime si consideramos que promueve tal reconocimiento un alcalde socialista y que el escultor contratado, Alberto Gómez Ascaso, se reclama anarquista de vocación y había previsto en el origen de su trabajo rendir tributo al anarcosindicalista y pedagogo Ramón Acín. Parece que nos hallamos ante una desmesura emocional sin parangón, o quizá se hayan descubierto nuevos méritos que no nos han sido revelados. A saber.

Sí hizo gala de buenos oficios como alcalde el entonces ?ucedista? José Antonio Llanas Almudebar, quien posiblemente no fuera más que un oportunista inteligente, dotado además de visión histórica y sensibilidad artística, lo que no empaña en absoluto la comprensión cabal del alcance de su gesto. Llanas Almudebar conoció allá por 1982 el esfuerzo que el profesor de la Universidad de Zaragoza Manuel García Guatas y la familia de Ramón Acín, venían realizando para recuperar su obra y mostrarla por primera vez tras su fusilamiento y la enorme losa de silencio que el franquismo había echado sobre su memoria. Llanas ?guardamos constancia de ello? recibió grandes presiones de ?los buenos vecinos de Huesca?, como dijera Max Aub de quienes denunciaron y llevaron al paredón a Acín, para impedir el acontecimiento artístico que también lo era político, casi en mayor medida, y sin embargo no quiso quedar para la historia como el alcalde que negara el necesario reconocimiento al artista tan largamente silenciado: contra viento y marea se puso al frente del homenaje. Acertó, naturalmente, ligando su nombre al de la rehabilitación de Ramón Acín, y así lo reconoció la propia familia del artista cuando el 25 de noviembre de aquel año se inauguró en el desaparecido Museo del Altoaragón la deslumbrante exposición antológica de Acín, ?una figura ?señaló José Antonio Llanas en la presentación? de la que Huesca entera ha de sentirse orgullosa?.

Son éstos sólo algunos pasajes rescatados del pasado reciente que muestran actitudes distintas de nuestros alcaldes. Actitudes que retratan a los políticos y a los hombres, la concepción ética de su oficio y la oportunidad de la acción de gobierno. Ellos eligen, siempre es su turno. Invariablemente.

 
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