"Solo una vez hemos dejado entrar a un perro al Jardín Botánico; un perro llamado Juan"
'De cuando un perro entró en el jardín botánico', la firma de opinión del catedrático de la Universidad de Castilla-La Mancha y director del Jardín Botánico, Pablo Ferrandis

'De cuando un perro entró en el jardín botánico', la firma de Pablo Ferrandis
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La semana que viene celebraremos la cuarta edición del Festival del Jardín Botánico de Castilla-La Mancha, en Albacete. El motivo que nos lleva a organizar este evento es doble: por un lado, sirve como reclamo para atraer la atención sobre el jardín y, por otro, se trata de una celebración en estado puro, sin más finalidad que la de festejar la belleza que irradia este museo vivo. Y digo museo, porque los jardines botánicos están reconocidos como tales por el propio Comité Internacional de Museos.
Una de las consecuencias que se deriva de la condición museística del jardín es que los perros no pueden entrar en sus instalaciones -salvo los perros guía-. Soy consciente de que esta norma frustra a algunas personas que llegan hasta la puerta del jardín acompañadas de su mascota canina. Lo siento sinceramente y pido disculpas a quien, en tales circunstancias, haya visto herida su sensibilidad, pues me hago cargo de la situación: el perro es un ser adorable, un compañero inteligente, entrañable y leal hasta el asombro. De hecho, todo en este animal es excepcional. Incluso su origen. El perro es el único caso de autodomesticación que se conoce. Durante el Paleolítico tardío, ciertos individuos de lobo con habilidades sociales especiales dentro de la manada comenzaron a merodear los asentamientos humanos e interactuar con sus habitantes, en busca de comida. La relación, fructífera, se fue estrechando hasta dar lugar al perro que hoy conocemos. Algunos científicos, además, apuntan a que el perro contribuyó decididamente a la cohesión de los grupos humanos y, por ello, a su progreso y éxito en numerosas empresas, como la llegada de nuestra especie al continente americano con ayuda de trineos, hace unos 12 mil años, a través del estrecho de Bering, entonces congelado.
La incompatibilidad de los perros con el jardín botánico surge de su instinto lobuno por marcar el territorio con orina, cosa que hará uno tras otro sobre las plantas de nuestras colecciones, algunas de ellas de enorme singularidad y rareza, comprometiendo la supervivencia de estas piezas museísticas cultivadas con tanto esmero. Este es el motivo -creo que suficientemente justificado- por el que vetamos su entrada. Aunque he de reconocer que en el festival del año pasado hicimos una excepción. Sí, lo confieso públicamente aquí, por las ondas de la Cadena Ser: dejamos entrar y pasar toda una tarde con nosotros a un perro llamado Juan. Pero es que Juan Perro es, quizá, el más excepcional de todos los cánidos. Piénsenlo ustedes: este trovador decidió dejar de escribir temas confeccionados con el estilo pop-rock anglosajón imperante en los 80 y 90, en plena cresta de la ola, y emprender un viaje de exploración a las Américas, en busca del mestizaje entre la música moderna occidental y las raíces africanas, tan arraigadas en la fascinante cultura cubana. Un viaje tan sorprendente como el del estrecho de Bering, 12 mil años atrás. Aquella incursión conceptual dio lugar a un estilo fronterizo único, representado en su cénit por un rock portuno en el que, a lo largo de los temas, la guitarra eléctrica y el tres cubano se entremezclan magistralmente para sustentar las exquisitas composiciones caribeñas y versos escritos al efecto por Santiago Auserón. También entran en la fórmula el son cubano, el blues, el rock y el jazz. Por mi parte, imposible pedirle mejor mezcolanza a la música. Aunque, para ser francos, la obra del sr. Perro va más allá de lo meramente musical: claro que es música, pero también es musicología, es lírica -conectada en cierta medida con el Siglo de Oro español-, pensamiento y concepto. En mi opinión, La Huella Sonora, Raíces al Viento, Cantares de Vela, Río Negro, o El Viaje, por citar algunos, son discos antológicos; Flor de Granado, El Agua de los Ríos, Cozumel, Reina Zulú, No Más Lágrimas, o La Última Rosa, también por citar una muestra, temas irrepetibles.
He de reconocer que la organización de aquel concierto en el jardín botánico me produjo un nivel de estrés importante, al no ser mi oficio, ni mucho menos, el de productor de eventos musicales: dónde ubicar el escenario, qué altura debía tener, dónde las 750 sillas del auditorio y otras cuestiones logísticas me mantuvieron en vilo y acuciado por las dudas y el consecuente desasosiego hasta el último momento. Llegada la hora, sin embargo, Santiago Auserón nos regaló un concierto fantástico. Todos los asistentes con los que luego, a lo largo de este año, he hablado, me han reconocido la magia del acontecimiento. Así que, a este hombre talentoso, culto y educado -doy fe de ello- le debo, no una, sino dos: su obra, culminada por sus canciones de frontera, y su buen hacer y profesionalidad en aquella noche del botánico, en la que yo me jugaba casi todo. Cierto que, a cambio, yo le regalé un vino tinto bobal de La Manchuela y un queso manchego del Campo de Montiel, que ninguno son mala prenda.
Anímense y vengan al festival del jardín botánico la semana que viene, lo disfrutarán. Pero, por favor, dejen al perro en casa: se orinan en las plantas.
Atentamente se despide de ustedes este hombre de Passo.

Pablo Ferrandis
Pablo Ferrandis Gotor (Albacete, 1966) es Catedrático en la Universidad de Castilla-La Mancha. Licenciado...