
La calma de Luang Prabang
El día que llegué a Luang Prabang, a pesar de que estaba derrotada, no podía quedarme quieta. Había leído tanto sobre ella que sabía que tenía que salir a pasearla.
Del caos chino pasé a la calma de andar a solas entre casas de aires coloniales y unos templos que me provocaron una sensación de familiaridad reconfortante.
Noté que los cambios están llegando a Luang Prabang, que dentro de poco los hoteles boutique y las pastelerías que venden pain au chocolat serán más que las casas de vecinos de madera tradicionales. Aún así, el turismo avanza pero ella sigue siendo imponente, irradiando una identidad que engancha más que muchas otras ciudades del Sudeste Asiático.
A las 5 de la mañana Luang Prabang está a oscuras pero en menos de una hora comienza una ceremonia sobre la que había leído docenas de veces, se trata de la Procesión de las almas. Al amanecer, en casi todas las calles de Laos, los monjes se desplazan lentamente, casi sin apenas hacer ruido, recolectando ofrendas que sus vecinos les hacen, demostrando de esta manera sus votos de pobreza y humildad. Los donantes ganan mediante el acto de dar méritos frente a Buda.
Suenan unos tambores que anuncian el principio de la procesión. En silencio, las mujeres sentadas en el suelo sobre una especie de alfombra cogían pequeños pedazos de arroz y otros alimentos y los depositaban en las limosneras de los monjes. Otro grupo sale de otro templo se aproxima y la ceremonia se repite.
A las 6:30 todo había acabado y Luang Prabang se despertaba poco a poco. Es tiempo de aprovechar el frescor de la mañana y recorrer en calma las calles y templos del pequeño centro. Un nuevo día ha comenzado, es el momento de comprar unas frutas en el mercado, zamparse una buena baguette y sentirte un poquito más vivo.
