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Fuga presos

La historia de una espectacular fuga colectiva de la cárcel de Cuenca en el siglo XIX

Rescatamos del Archivo Histórico Provincial un documento que relata cómo un grupo de presos se fugó del penal en septiembre de 1895

Relatamos cómo fue la fuga de un grupo de presos de la cárcel de Cuenca en 1835. / Getty Images

Cuenca

En la sección ‘Así dicen los documentos’ de Hoy por Hoy Cuenca que coordina la directora del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, Almudena Serrano, esta semana abordamos un asunto que despierta enseguida la imaginación: las fugas colectivas de la cárcel y relatamos un caso concreto: la fuga de unos presos de Cuenca en 1835.

La historia de una espectacular fuga colectiva de la cárcel de Cuenca en el siglo XIX

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A lo largo de los siglos se han intentado, con mayor o menor éxito, diversas formas de escapar de prisión. Estos intentos de fuga causaban un trastorno en la vida de las prisiones, además de por el clima motinesco que se podría crear porque ponían en una situación muy delicada al alcaide, más si en ella colaboraba activamente alguno de los empleado de la cárcel, como veremos en este caso. Pero a pesar de todo ello, y aunque se reprimían con dureza, las fugas nunca dejaron de intentarse, sobre todo, por parte de presos que tenían condena a galeras o a muerte, que no perdían nada en aquellos intentos de fuga y que, desde luego, no deseaban morir remando como galeotes para el rey.

Los protagonistas de esta historia son un grupo de presos, condenados por colaborar con los carlistas, en la Primera Guerra Carlista, que sucedió entre los años 1833 y 1840. Estos delincuentes reunían en sus personas todo lo que acabas de comentar: la colaboración por personal de la prisión en la fuga y que la mayoría de los fugados estaban condenados a muerte. La prisión en la que se encontraban era el antiguo Tribunal de la Inquisición, hoy Archivo Histórico.

Lógicamente, la legislación castigaba estas fugas o intentos de fugas. Ya en las Siete Partidas y en la Nueva Recopilación de las leyes de Castilla quedó establecido que el alcaide cómplice de una fuga debía ser castigado con la misma pena que se impusiera al fugitivo. Y si la huida se producía por negligencia en la vigilancia, el carcelero llegaría a perder el oficio y, además, se le aplicaría pena corporal o de privación de libertad.

Las fugas de presos siempre han despertado la imaginación. / Ilustración de Joseph Remnant

Fugas de presos

Veamos antes cómo han sido algunas fugas de la mano de la literatura, antes de centrarnos en aquellos fugados de la cárcel de Cuenca.

En la novela picaresca Aventuras del Bachiller Trapaza, Castillo Solórzano describe cómo se fugan de la cárcel un grupo de condenados:

‘Y así, una noche, habiendo limado una reja alta, con no poco trabajo la dejaron arrimada, porque de día no se viese que estaba quitada. Llegó la noche y teniendo cuerdas entre él y otros seis cómplices en desear la libertad trataron de descolgarse en el silencio de la noche’. De estos que se querían fugar todos menos uno tenían de muerte.

Sin embargo, el chivatazo de unos confidentes puso fin desafortunado a la aventura y a la vida de Pedro. ‘No faltó quien de esto diese aviso al alcaide de la cárcel, el qual quiso cogerlos en el hecho. Y así previno gente para que los recibiese en la parte que se descolgasen. Uno de ellos dio en el suelo una mala caída, rompiéndose las dos piernas y un brazo, fue tan grande el dolor que sintió que comenzó a dar grandísimas voces quejándose’.

Tenemos otro ejemplo que sucedió en la cárcel de Sevilla, en la que se ordenó cambiar las puertas de madera por unas rejas de hierro después de una fuga multitudinaria, en la que participaron más de 100 condenados a galeras, que iban armados de hachas y cuchillos, y que con semejante instrumental se encargaron de tirar todas aquellas puertas de madera hasta que llegaron a la calle. Algunos se refugiaron en sagrado y otros huyeron y se mezclaron con el resto de vecinos de la ciudad. ‘Lo que yo oí decir en Sevilla es que usted los tenía presos en la Cárcel Real y que se le escaparon al alcaide y él con ellos.

-Así es, dijo él, y no faltaron malas lenguas que publicaron haber sido yo el principal movedor de esa danza’.

Y tenemos el caso de fugados que habiendo pasado aherrojados con grillos y cadenas, una noche, en su traslado a galeras, lograron soltarse y dellos se huyeron doce y otros, de un acuerdo y conformidad, no solamente no se huyeron ni ausentaron, sino se volvieron a la dicha cárcel de donde los habían sacado, pareciéndoles la vida de ella muy acomodada y a su gusto, mientras no los entregaban galeras’.

Eso sí, los guardianes huyeron. Este es un caso al revés completamente: los presos vuelven a la cárcel porque la prefieren a ir a galeras y los que se fugan definitivamente fueron los trabajadores de la cárcel.

Otro ejemplo es el de un tal Medina. Este hombre estuvo condenado a galeras y se las ingenió para pasar desapercibido en la cárcel, hasta tal punto de que la expedición de galeotes a la que debía incorporarse se marchó sin él, mandando la justicia dar orden de búsqueda y captura. Lo cierto es que no estaba ni fugado ni escondido, porque él actuaba con total normalidad entre el resto de habitantes de la cárcel.

¿Y cómo le descubrieron? Pues, por lo de siempre, porque el ser humano es muy osado y tienta a la suerte. El caso es que a este preso no se le ocurrió otra cosa que solicitar una plaza de portero, puesto en el que estuvo muchos años trabajando entre los mismos alguaciles que andaban en su busca y captura. Vivía con ellos y nadie le reconoció hasta que, accidentalmente, alguien se percató de que era él, dándose cuenta de que aquel al que habían estado buscando durante años le habían tenido con ellos todos los días de los años que habían ido transcurriendo. De modo que le metieron en el calabozo y le pusieron los grilletes como correspondía. Sin embargo, ahí no acabó la cosa porque, finalmente, se escapó, y esta vez de verdad y para siempre.

La fuga de la cárcel de Cuenca

Todo ocurrió en el mes de septiembre del año 1835, en que un total de 23 encarcelados, algunos de ellos frailes y religiosos, acompañados del alcaide, se escaparon de la cárcel. Todo se pergeñó cuando a uno de los fugados, Eugenio Enjuanes, de 29 años, fraile franciscano observante en el convento de Cuenca y natural de Calasanz, en el Reino de Aragón, ‘lo llamó el Arcipreste de Moya y lo convidó a beber aguardiente del que llevaba a vender todos los días desde que cayó malo el alcaide, Hilario Lozano, un hombre tuerto que vive en el Castillo’.

En el calabozo del Arcipreste se reunieron a beber unos cuantos, confesando uno de ellos ‘que no había podido dormir bien, pensando en la pena de muerte que para él pedía el promotor fiscal de la causa, y que por ello lo mejor era fugarse’. Pero lo mejor de todo es que el llavero de la cárcel ‘les preguntó si querían irse, al que contestaron que sí’.

Actual edificio del Archivo Histórico, cárcel de Cuenca en el siglo XIX. / JCCM

Naturalmente. No se pudieron imaginar que lo iban a tener tan fácil. Pero no contentos con tener la ayuda del llavero, agarraron al alcaide y a un viejo que le ayudaba durante la enfermedad del alcaide tuerto, ‘y haciendo como que le amenazaban con una navajilla pequeña, les preguntó qué querían, y, respondiéndole, que fugarse’. A lo que el alcaide contestó que ‘corriente…’. Es decir, lógico. A este alcaide le invitaron a marcharse con ellos y, aunque, en principio dijo que no, finalmente aceptó.

Y lo siguiente que hicieron fue ‘abrir el almacén en que se custodiaban las armas y municiones’. Y, una vez que tenían armas, había que asegurar el lugar de la fuga, y para ello fueron a abrir un agujero en el calabozo llamado la Beata, pero como fueran y dijesen que no podían abrirlo, les dijo el Benito (el alcaide) que por el común sería más fácil’.

En ese momento, uno de los frailes franciscanos parece que puso reparos a marcharse, aunque, finalmente, salió del calabozo a quitarse el hábito, mudando de ropa y poniéndose unos pantalones de paño negros y un chaleco, una chaqueta y una camisa’.

A continuación se reunieron todos los que iban a emprender la marcha fuera de la cárcel. ‘Que casi todos los que se fugaron después se dirigieron al lugar común para hacer un agujero en la pared de su asiento, valiéndose del mástil de los grillos que tenía puestos otro preso, que le dicen el Trompeta, y los grillos hacía tres o cuatro días que se los había quitado el alcaide’.

Desde luego, todo eran ayudas para escaparse. Sigamos relatando la fuga:‘También se valieron para abrir de una espada y una bayoneta, y como por la estrechez del sitio sólo uno podía maniobrar, alternaban o se mudaban’. De modo que, tras agrandar el agujero ‘que en el del asiento del dicho común atravesaron un palo, atado a él una soga por la que se descolgaron’.

Se escaparon 23 y una vez fuera del foso de la cárcel ‘recogieron las armas que habían echado fuera para salirse y pasando por debajo del dicho foso, salieron por el camino de san Gerónimo y emprendieron su marcha…’.

Salieron por el monte y llegaron hasta Uña, con tan mala suerte que fueron a llamar a la puerta de la madre del alcalde del pueblo, que fue inmediatamente a ‘buscarle, que viniese al pueblo porque habían entrado en casa de dicha su madre una porción de hombres con varias armas, y que no le gustaba aquella gente’.

La madre del alcalde tenía buen olfato, aunque la pinta que debían llevar todos ellos juntos no dejaría lugar a las dudas. ‘Los que al ver al declarante dijeron si era el alcalde, y contestado por este que sí, le pidieron treinta raciones de pan, carne y vino, guía y bagajes, y contestándoles que no había tales auxilios, le repusieron que aun cuando ellos tenían pena de la vida, que no pensaban morir de hambre, aunque muriesen por otra causa. Que advirtió que todos menos uno llevaban o espadas o tercerolas o pistolas’.

Una vez que se fueron del pueblo, se refugiaron en unas cuevas de Valdecabras y aquella noche se presentó un hombre al que habían encargado que les llevase la cena: pan, patatas, huevos fritos y vino. Al día siguiente, se dispersaron algunos hacia La Melgosa y otros a sus pueblos, por la zona de Cañaveras.

Uno de los frailes franciscanos fugados, ‘se dirigió de día por los pueblos de Collados, La Frontera, Cañamares y Cañizares, en donde lo hizo preso la justicia’.

Y cómo ocurrió que le descubrieron lo podemos deducir de su declaración en que dijo que ‘según recuerda, por la noche, en la casa de un vecino de dicho pueblo, que no sabe cómo se llama, a quien encontró antes de llegar al pueblo, le ayudó a levantar un burro que se le cayó y se fueron juntos a su casa que, aunque pasó por dichos pueblos, en ninguno echó comestibles, sólo, como lleva dicho, el pan que tomó en Embid, ni habló con persona alguna hasta dicho Cañizares’.

Cuando le interrogaron en la cárcel de Cuenca contó, a preguntas del juez, cómo sobrevivió todos aquellos días: ‘Preguntado quién le ha suministrado la comida en los días que resulta ha andado vagando y si ha estado en el campo, cómo ha podido hacer esto y estar por las noches en él, dijo que en Valdecabras un hombre les sacó bastante pan y otros comestibles y, después, también lo hicieron en La Melgosa otro hombre, en donde habiéndose separado, se llevó bastante pan, con lo que se ha mantenido, hasta que cerca de Embid, a otro hombre que encontró, le dijo que le trajese algunas subsistencias, lo que cumplió, y que todas las noches ha dormido en despoblado, sin haberse acogido en parte alguna’.

Pero tenemos más información de otro detenido en la fuga, José Morant, de 19 años, natural de San Felipe de Játiva, soltero y estudiante de filosofía y que estaba en la cárcel ‘por causa pendiente de conspiración contra el Gobierno’.

A este fugado lo detuvieron e hicieron preso nuevamente ‘en las eras de dicho pueblo, la partida de tropa que iba al mando de don Diego Romero, subteniente de Infantería, quien lo condujo a dicho pueblo’. Una vez detenido, le tuvieron incomunicado toda la noche.

Y la contradicción en lo declarado por el fraile franciscano llega cuando José Morant explica cómo fue la fuga, en que le dijeron que era preciso que se fugase con ellos: ‘el declarante les contestó que no quería fugarse porque como en su causa no tenía delito alguno saldría pronto de dicha cárcel de la ex Inquisición y que no quería hacerse reo por dicha fuga, que oyendo esta contestación le amenazaron los dichos fray Eugenio Enjuanes, el llavero, Don Juan Navarro y los demás que allí había, que le dijeron que si no lo verificaba lo iban a degollar al declarante y a todos los que no quisiesen marchar’.

Y continúa dando explicaciones: ‘Dijo el fray Eugenio Enjuanes iban a sorprender al alcaide, quitarle las llaves y asesinarlo, que oyendo el declarante lo que dicho Enjuanes iba a hacer le dijo que mirase lo que iba a hacer, que si tal hacía, luego al que hicieran preso lo habrían de fusilar’.

Parece que el franciscano no era tan pacífico como sus votos religiosos nos habrían hecho pensar porque el tal José Morant le tuvo que sujetar debido a que: al referido alcaide lo tenía agarrado el padre Enjuanes con la mano derecha de la ropa, con una navaja en la izquierda, y diciéndole guardase silencio, y en este estado, el declarante cogió al fraile Enjuanes del brazo izquierdo, que era en donde tenía la navaja, y le dijo el que declara que no maltratase a nadie’.

Continúa declarando cómo fue la fuga y hacia dónde se dirigieron los presos y las peripecias que sufrieron en las capturas los nuevamente presos y cómo otros consiguieron escaparse para siempre.

Sabemos que como esta fuga que hemos contado se conservan más y más antiguas, del siglo XVI, en concreto, con algún implicado bastante célebre y conocido en Cuenca, pero esta la dejamos para otro día.

 
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