Ofrézcanos su maldita opinión
"Llevan una existencia sonora. Lo que no está exento de peligros, porque a partir de un número de opiniones, aun las altisonantes, se convierten en ruido ambiente, como el pitido del semáforo en verde o la moto que acelera a lo lejos"

Ofrézcanos su maldita opinión
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Por razones laborales, algunas personas nos dan su opinión continuamente. Es su manera de parecer vivas. Su trabajo consiste no en hacer cosas, sino en decir cosas todo el tiempo. Hablan muchos días a boleo, porque se hace imposible recordar qué toca criticar en cada momento. Se parecen al alcalde de Springfield, en Los Simpsons, cuando sin bajar del coche decía «con orgullo inauguro esta escuela, estadio deportivo o atracción», y arrancaba sin saber qué había inaugurado. Están tan acostumbradas a hablar, a poner el aire en movimiento, que no tienen por qué saber siempre qué dicen. Bastante que se cuidan de no estar un rato calladas, pensando. Pueden decir algo, por ejemplo «No», y a las pocas horas aparecer gritando «Esperad, esperad, que traigo novedades», y decir entonces justo lo contrario, esto es, «Sí». No valoran si incurren en contradicciones, que, en último término, serán temporales, porque enseguida vuelven a decir «No». Llevan una existencia sonora. Lo que no está exento de peligros, porque a partir de un número de opiniones, aun las altisonantes, se convierten en ruido ambiente, como el pitido del semáforo en verde o la moto que acelera a lo lejos. A veces merece la pena cambiar de existencia y buscarse un trabajo en el que hacer cosas en lugar de decirlas. Debería llegar siempre una edad, a partir de los diez años, a lo mejor, en la que compense no tener opiniones, y que si te preguntan cómo te llamas, o si estás casado, o si tienes hambre, o si estás a favor de subir las pensiones, puedas responder «Ni puta idea, gracias».