A vivir que son dos díasVidas enterradas
Sociedad
OPINIÓN

Víctimas de la indiferencia

Este país está lleno de guardianes anónimos de historias que esperan ser contadas

Imagen de archivo de una manifestación sobre los desaparecidos en el franquismo.EFE

Paterna

Cada vez que intentamos recuperar la historia de una persona en Vidas Enterradas, nos cruzamos con decenas de historias que merecerían ser contadas, vidas que merecerían que alguien les dedicase algunas páginas de una novela, incluso, por qué no, las páginas de un libro de texto. Son parte de nuestro pasado sí, pero también son nuestro presente y una fuente esencial para comprender quiénes somos.

Después de 80 años de anonimato y olvido, siguen ahí, esperando a que alguien les quiera escuchar. Eso es lo que nosotros podemos ofrecerles. Un altavoz. Una moderna grabadora que se adentra en su intimidad y registra sus risas, sus voces quebradas, sus lágrimas inaudibles, pero hay también muchos silencios y ni el micrófono con más amplitud puede descifrar las imágenes que se cruzan ante ellos cuando comienza un viaje al pasado, un viaje a su infancia.

El arco de edad de quienes nos regalan sus testimonios va desde los 70 a los 102 años. ¡Cómo olvidar a aquella vecina de Almazán que recordaba haber visto a Federico García Lorca en la plaza mayor del pueblo representando La vida es sueño de Calderón de la Barca con La Barraca a comienzos del siglo XX! Me he ido acostumbrando al privilegio de poder entrar en sus casas y sentarme a escuchar, a dejarme mecer por sus recuerdos, pero siempre hay un momento especial, un instante en el que sus cuerpos fatigados y sus rostros surcados de aventuras y tragedias, se transforman. De repente, Concha, Dolores, Primitivo, Ascensión, Pepita, José Ramón, y tantos otros, vuelven a ser niños. Su mirada irradia ahora el brillo de quien vuelve a tener 7, 9, 12 años. Dejan de hablar en pasado y sus frases se construyen en presente. Ahora son niños los que hablan.

En sus infancias hay alegría y juegos llenos de imaginación, así como necesidad y horas de trabajo en casa, en el campo, con sus familias. Y hay además imágenes imborrables, grabadas en algún resorte de su memoria que no han perdido color y no se han desdibujado con el paso del tiempo. Siguen intactas. “Abrí la puerta de casa a los verdugos de mi padre”. “Se agarraba a las rejas. Me dijo que quería abrazarme antes de morir pero que no podía hacerlo. Prometí no llorar, y no lo hice, pero desde entonces. nunca más he podido derramar una lágrima”. “Es como si le estuviese viendo entrar en casa, con su chaqueta de color caqui”. “Vi cómo se lo llevaban. Al poco tiempo oí un tiro. Venía del cementerio”. “Nos llevaron al horno del pueblo para quemarnos. Querían acabar con todos los hijos de los rojos”.

Escuché hace ya algún tiempo estos relatos pero al escribirlos de nuevo, escucho sus voces, veo sus salas de estar y vuelven a mi cabeza los rostros de los guardianes de estas historias. Me devuelven miradas brillantes, emocionadas y llenas de dignidad. Antes pensaba que eran víctimas, ahora prefiero verlas como supervivientes de un pasado atroz al que solo la incapacidad de nuestra sociedad para escucharlas, les convierte en víctimas, esta vez, de la indiferencia.

 
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