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La mortaja. Miguel Delibes y el ecofeminismo

En el cuento firmado en 1970 los hombres contaminan el río y llevan ruido a su pequeño pueblo

Las Hurdes / Hugo Palotto

Madrid

En La mortaja, acompañamos a un niño pequeño apodado Senderines. Un joven que vive a solas con su padre, viudo. Un hombre que llega siempre a casa bebido y que no deja de asaltar a su hijo con la idea de lo que, para él, es un hombre. Apenas habla con Senderines y cuando lo hace, es para torturarle por no ser lo suficientemente hombre.

"Se permite aquello que no le permitía su padre, sentir miedo"

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El padre de Senderines, en uno de sus excesos, muere. Y la misión de Senderines en esos momentos es vestirle. Así, pide ayuda al mendigo del pueblo. Y este, que no le reconoce como un semejante, le pide siempre algo a cambio. Ropa del padre, con la que conquistar a la mujer que le gusta del pueblo. Otra forma de ganar la pelea, de ganar la apuesta, en este mundo en el que el machismo y el liberalismo van de la mano.

En La mortaja encontramos varios símbolos. La luciérnaga, pequeña, que trae luz natural. Pero también está la central, que lleva luz eléctrica al pueblo. Senderines piensa que la luz llega porque allí dentro hay hombres trabajando, dando golpes, día y noche. Que crecer y convertirse en un hombre es meterse allí dentro. Y los latidos de la central, mientras mira a su padre muerto, resultan especialmente siniestros.

Una vez Senderines ha vestido a su padre, al cadáver de su padre, se echa a dormir, tranquilo. ¿Pero de qué está descansando, realmente? ¿De la tarea de vestir al padre? ¿O de toda una vida junto a él? Senderines acaba regalando todo, hasta su radio, al mendigo del pueblo, a cambio de que este pase la noche con él, para que no le deje solo junto al cadáver.

Se permite aquello que no le permitía su padre, sentir miedo. Cuando empieza la obra, Senderines trata de ahuyentar el miedo cerrando los ojos y apretando la mandíbula. Lo que haría un hombre. Cuando ha acabado la noche, acepta su miedo. Entonces, parece que Senderines descansa, no tanto del esfuerzo de vestir a su padre, sino de todos los esfuerzos anteriores por ser un hombre.

Hablábamos de la diferencia entre sexo y género. Para Simone de Beauvoir, sabemos que no son lo mismo. No nace una mujer, se llega a serlo. Décadas después, Judith Butler lo pone con otras palabras. El género es algo que se hace, que se interpreta. Pues Senderines está cansado de interpretar el ser un hombre. En el caso concreto de su padre, la interpretación llegaba tan lejos que hasta le mató.

Beauvoir hablaba de las mujeres, pero con los hombres ocurre lo mismo. También hay que interpretarlo. De hecho, dado que lo femenino es lo que la sociedad considera frágil o débil, existe siempre esa idea de que el honor es cosa de hombre.

Para los personajes de Delibes, como en la vida real, lo femenino es un foso al que los hombres pueden caer en cualquier momento. Es curioso, porque cuando un hombre es afeminado, se dice de él que tiene pluma.

Este cuento se llama La mortaja. Pero esta no aparece por ninguna parte. El cuerpo nunca es cubierto con una sábana, sino vestido con camisa y pantalón. ¿No será que la mortaja no es esa, la del muerto, sino el disfraz que se ponen muchos hombres encima, para alojarse, para ganarse el derecho a alojarse en el llamado género masculino?

 
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