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Las máscaras del tiempo

La escritora Karen Blixen comenzó a sentirse más cómoda con el mundo a la vez que envejecía. Sus historias calcan la realidad con precisión, con toques de irrealidad que hacen que se tornen al mismo tiempo falsas

Karen Blixen en el aeropuerto de Copenhague-Kastrup. / SAS SCANDINAVIAN AIRLINES

Madrid

Hemos aprendido que Isak Dinesen era Karen Blixen, pero no es así: el primer Isak Dinesen fue su padre, Wilhem. Se escondió bajo ese nombre para publicar algunos textos, recorrió América con la misma pasión son la que su hija conocería África y cuando se suicidó, Karen, además de su tendencia al nomadismo, a la locura y a saltar por encima de cualquier límite, heredó también el pseudónimo.

Cuando en 1937 Karen se sentó para escribir la primera frase de Memorias de África; Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong, hacía seis años que no veía aquellas tierras de sol y grandeza. No regresaría allí; el último año había resultado feroz. Tuvo que asumir que se había arruinado en un proyecto grandilocuente en Kenia en el que le había embarcado su marido, el barón Blixen. Era, además, una mujer abandonada: algunos podrían pensar que tras haberle contagiado la sífilis, Bror Blixen se mantendría a su lado, aunque no fuera más que por las apariencias; pero no, solicitó y obtuvo un divorcio al que Karen se opuso enérgicamente.

Para añadir el último dolor, su amante, el aventurero Denys Finch Hatton, se mató en una avioneta. Agotada por la lucha vital, regresó a Dinamarca a vivir de nuevo con su madre en la finca familiar, Rungstedlund, y encontró en la escritura un alivio.

Los jóvenes creen que somos como parecemos, pero en realidad llevamos siempre las máscaras de nuestra edad, afirmaba. Karen, como otras escritoras, comenzó a sentirse más cómoda con el mundo cuando envejeció. La edad le liberó de la obligación de ser hermosa o de trabajar para ganarse la vida. Por supuesto, aún se dieron algunas renuncias; el sexo, por ejemplo. La sífilis la resignó a la castidad, pero no a apasionadas y en muchos sentidos incorrectas relaciones amorosas. El Nobel, que, pese al apoyo de Hemingway y la creencia generalizada, no obtuvo en 1957. La salud, cada vez más quebrantada, y a la que sus hábitos de fumadora empedernida y comedora tiquismiquis (se alimentaba de champagne, de ostras, uvas, y de cuatro cosas más) no ayudó.

La máscara de vejez que adoptó, falsa, pero que le permitía observar el mundo con una serenidad de la que siempre había carecido, se reforzaba con su aspecto. Su delgadez extrema, sus arrugas, sus turbantes, sus ojos ennegrecidos con maquillaje, todo enfatizaba esa leyenda de narradora infatigable, de fenómeno de la naturaleza, de contadora de cuentos. Le gustaba aquella imagen construida por la casualidad y limada por el tiempo. Le apartaba de la mediocridad y del aburrimiento.

No había recibido una educación formal, pero sí muy erudita: escribía y leía en varios idiomas, conocía de memoria a los clásicos, y era capaz de recitarlos sin duda. Tenía también buen oído, escuchaba a Brahms y a Beethoven como quien habla con amigos, y se había empapado de leyendas africanas. De esa tradición perfeccionó la estructura de cajas chinas, una historia dentro de otra, dentro de otra, que se observa, por ejemplo,en Ehrengard, su precioso relato póstumo.

Un espejo dentro de otro espejo: su marido era el hermano gemelo de su primer amor. Ella era una especie de gemela borrosa del padre ausente e inalcanzable; cuando comenzó a hacerse popular, aunque no tanto como lo sería tras su muerte, con la película de Sydney Pollack, se corrió el rumor de que su nombre ocultaba, en realidad, a dos hermanos. Sus propias historias tienen algo de irrealidad, como si calcaran la realidad con precisión y fueran, al mismo tiempo, falsas. Máscaras, y no solo de la edad. Máscaras, como usaban los africanos, los griegos que tanto amaba; para mostrar, bajo lo oculto, aquello que es en esencia real.

 
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