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Shelley. Uno, dos

Uno prefería a Ariel, y de su mano encontró la muerte: la otra escribió sobre un Calibán descuartizado al que daba vida. Su vida, su amor, su tragedia matizan y preceden su obra

Retrato de Mary Shelley en 1840. / RICHARD ROTHWELL

Madrid

Nada en él se desvanece, / porque el mar todo lo transforma / en algo extraño y prodigioso.

Esos versos de Shakespeare, de la canción de Ariel de La Tempestad, se encuentran en la tumba de Percy Bhysse Shelley, en el cementerio protestante de Roma. Mary Shelley lo enterró allí, y coronó su fosa con esas palabras, pero se llevó su corazón envuelto en un jirón de seda. Shelley había muerto ahogado, en circunstancias poco claras, el 8 de abril de 1822, mientras cruzaba un brazo de mar en un barco llamado Ariel. En realidad, él lo había rebautizado en honor a ese personaje aéreo y travieso, porque llevaba el pomposo nombre de Don Juan, como el poema de Lord Byron; y Shelley, amigo y rival, le arrebató esa realidad para imponer la suya.

A Shelley le faltaba un mes para cumplir treinta años. Mary no llegaba a los veinticinco. Habían escrito ya entonces varias obras inmortales: Frankenstein o el Moderno Prometeo, una. Oda al viento del Este, Ozymandias, el otro. Habían saboreado el escándalo, sobrevivido a varios de sus hijos, se habían arruinado y habían dado la espalda a una Inglaterra que los rechazaba por su amor adúltero y sus ideas revolucionarias y heréticas. La muerte de Shelley dejaba a Mary y a su hijo en una situación difícil: sin dinero, sin reputación, sin otra cosa más que su talento y los amigos que, durante el tiempo que les fue posible, protegerían a aquella escritora brillante y torturada.

Shelley fue incinerado en una hoguera, en la playa. Sus amigos quisieron darle un funeral de emperador, pero el cuerpo del poeta, medio descompuesto, y con el rostro y las manos devoradas por los peces, no ardía bien. Lord Byron, presente en la ceremonia, se arrojó al mar para nadar y ocultar así sus lágrimas. Trelawney, otro poeta presente, le entregó el corazón a la viuda. La leyenda de Shelley, al que el éxito se le había racaneado en vida, comenzó en ese mismo momento. Al tiempo que luchaba denodadamente por su obra, Mary defendió la de su marido, aquel muchacho capaz de escribir comentarios anodinos en el diario que llevaba en sus viajes por Europa, y a continuación, versos que rasgaban la realidad con una uña de acero.

Uno prefería a Ariel, y de su mano encontró la muerte: la otra escribió sobre un Calibán descuartizado al que daba vida. Su vida, su amor, su tragedia matizan y preceden su obra. El lector se ve en ocasiones invitado a juzgarlos, a hurgar en su relación con dedos sucios, a escoger entre ellos como quien tiene que elegir entre papá o mamá. Como otros autores unidos por la fascinación por su talento, yo formo parte del Colectivo Hijos de Mary Shelley. He escogido a mamá. Hay algo en ellos, en uno, en los dos, que aún hoy se alza como un desafío ante lo vulgar, lo convencional o lo esperado. Emana de sus figuras incluso sin que se haya leído su obra. Imperfecta (eran jóvenes e impetuosos), volátil y excesiva, la poesía de Shelley y la prosa de Mary transcurrieron paralelas, con algún cruce inesperado. Leían a Bocaccio juntos, aprendían de sus contemporáneos. Él murió antes: pero ella se llevó su corazón.

"Su vida, su amor, su tragedia matizan y preceden su obra"

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