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Días de oro

" Es un estado que se desvanece rápido, un súperpoder, un borde peligroso: un paso más allá están la psicosis, la locura, el extravío en una lisergia incivil, irreversible"

'Días de oro', por Leila Guerriero

'Días de oro', por Leila Guerriero

03:35

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Buenos Aires

Me encantan los días como el de hoy. Son pocos y transcurren en un estado de plenitud violenta, de beatitud levitada, con una belleza que, apenas comienza, engendra su fin. Porque hay algo inaceptable en esta súbita capacidad de percibirlo y entenderlo todo -las hormigas y el asfalto, las macetas y los hombres-, como si se tuviera una lucidez inhumana. Es un estado que se desvanece rápido, un súperpoder, un borde peligroso: un paso más allá están la psicosis, la locura, el extravío en una lisergia incivil, irreversible. En estos días nada está bien ni mal: las cosas son, ejercen de ser las cosas, sólo hacen su trabajo. Se comprende lo que nunca se ha comprendido y todo parece conectado por una lógica matemática, una fecundidad fría. Hoy, desde temprano, el cielo estuvo gris y gélido. Parecía no el cielo sino la pampa, un sitio para perderse y no volver, para hacer poesía o hundirse en la tierra o mirar un arroyo. No se podía dejar de mirar, el parpadeo parecía un desperdicio. Mi cabeza estuvo todo el día brillante como una pista de hielo, y desde allí yo traccionaba ideas a la superficie como quien saca un pez tras otro, con esa tensión que comienza debajo del agua y se esparce por el brazo como una llamarada: el recuerdo de que se está arrancando algo con vida. El trabajo pendiente iba cumpliéndose de a poco, como maíz que entra en un molino y sale transformado en otra cosa. No había llamadas telefónicas, sino voces lejanas que decían cosas encantadoras y banales que me importaban poco. No había urgencias, sino cuestiones mundanas que contemplaba con una calma acuática y que resolvía en un instante. Todo tenía un orden hecho de luz. Nadé en el día como aquel verso de Juan L. Ortiz, que dice:

De pronto sentí el río en mí,

corría en mí

con sus orillas trémulas de señas,

con sus hondos reflejos apenas estrellados.

Corría el río en mí con sus ramajes.

Era yo un río en el anochecer,

y suspiraban en mí los árboles,

y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.

¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

Son días que aparecen cada tanto, sin que los espere, y yo los vivo extática hasta que el hechizo se rompe. Cada vez pienso que, después, podía morirme, que ya está bien. Pero es mentira. Porque estos días envueltos en un follaje de oro son mi luz, mi patrimonio cruel. Peregrino hacia ellos con la convicción de los conversos, sabiendo que quedan pocos. Y yo los quiero todos. Cada uno. Ni uno menos.

 
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