A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
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Visiones de visones

"El gobierno dinamarqués, solidario con la raza humana, dispuso la matanza de los 15 millones de visones criados en granjas de ese país, que de todas maneras iban a morir para alimentar la industria de las pieles"

La periodista y escritora argentina Leila Guerriero / Cadena SER

Madrid

Olvidamos todo tan rápido. Como si no tuviéramos pasado, como si todo sucediera por primera vez. Leemos con asombro acerca de acontecimientos que son ecos o expansiones de cosas que sucedieron otras veces. Supongo que es la manera que encontramos de sentirnos importantes. De convencernos de que formamos parte de eso que, con mayúscula, se llama la Historia.

Dinamarca es el primer productor mundial de visones. Impacta la palabra –productor- junto a una cosa viva y mamífera: visones. Supongo que la Tierra es, en ese sentido, el primer productor universal de seres humanos, el Gran Criadero. Hace algunas semanas se descubrió que varias personas en Dinamarca se habían contagiado de coronavirus a partir de una cepa mutada proveniente de esos animales. Esta mutación, cuando aún no existe nada eficaz contra la cepa original, pone en peligro el desarrollo de la vacuna. El gobierno dinamarqués, solidario con la raza humana, dispuso la matanza de los 15 millones de visones criados en granjas de ese país, que de todas maneras iban a morir para alimentar la industria de las pieles. Vi muchas fotos de retroexcavadoras repletas de cadáveres de esos animales (el antídoto que requiere nuestro pánico: ellos mueren para que nosotros podamos vivir), y recordé el perro de Teresa Romero. Teresa Romero es una enfermera que en 2014 se convirtió en la primera española contagiada por el virus del ébola, que tiene un 90 por ciento de letalidad. Teresa se salvó, pero tenía un perro. Se llamaba Excalibur y había estado en contacto con ella antes de que se supiera que estaba infectada. Ante el riesgo de transmisión de la enfermedad al hombre, las autoridades españolas decidieron que había que matarlo. Así que, mientras Teresa estaba aislada en un hospital, un grupo de bomberos forzó la puerta de su vivienda, unos veterinarios se acercaron al perro protegidos por un biombo metálico y le dispararon un dardo anestésico. Después, le inyectaron pentobarbital sódico. El caso había generado reclamos fuertes por parte de movimientos proteccionistas, de modo que en la calle miles de personas esperaban la salida del furgón con el cadáver al grito de “¡Asesinos!”. Hubo un herido leve y una mujer sufrió un síncope. Veo ahora a esos visones, aniquilados en cámaras de gas, y me pregunto qué va a pasar cuando, en una pandemia de años venideros, se descubra que los animales de compañía, los gatos y los perros y los pájaros cantores, pueden dispersar el virus que nos toque. Imagino un mundo de humanos despavoridos escondiendo a sus mascotas en sótanos y armarios y subsuelos para ponerlas a salvo del exterminio dispuesto por el Estado. O, por el contrario, un mundo de humanos despavoridos corriendo a entregarlas, diciendo “Señor, máteme al michi por el bien de todos”. Olvidamos demasiado rápido. Es una manera de suponernos importantes. Una manera, muy peligrosa, de creer que todo nos pasa por única vez, primero, peor y mejor que a nadie.

 
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