
El peligro de acostumbrarse al cinismo
"Al político que, envuelto en la bandera, dice conscientemente una barbaridad, sonríe y recibe aplausos"
Jacob Rees-Mogg es un diputado inglés rico y muy reaccionario. Tanto, que hay quien dice que no representa a los electores de su circunscripción, Somerset, sino a los del siglo XVIII. No es un diputado cualquiera, sino el jefe de la mayoría conservadora en los Comunes. Esta semana, mientras se discutía en la cámara la crisis de la industria pesquera por el Brexit, Rees-Mogg proclamó que eso no era importante. Lo importante, según él, no era que el pescado se pudriera sin poder exportarse, sino que esos peces eran ya británicos y, por tanto estaban, se abren comillas, mejor y más felices. Se cierran comillas.
Estamos acostumbrándonos al cinismo. Al político que, envuelto en la bandera, dice conscientemente una barbaridad, sonríe y recibe aplausos.
En su ya célebre mensaje sobre el asalto al Capitolio de Washington, el culturista, actor y ex gobernador republicano Arnold Scharzenegger, nacido en Austria, habló de su infancia y de los efectos que el cinismo nazi había tenido en su padre y en los padres de sus amigos. De la frustración que esos hombres arrastraban por haberse dejado engañar. Del dolor emocional que sufrían por lo que habían visto y lo que habían hecho. De la violencia que, como resultado, ejercían sobre sus familias.
Quizá deberíamos pensar en eso cuando nos enfrentemos a la seducción del cinismo político. Porque el desengaño acabaremos sufriéndolo nosotros. Pero las consecuencias de nuestros errores las pagarán nuestros hijos.
