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Cilantrofobia: una cuestión de carácter

Siempre como una alma en pena. Cabizbajo y con la mirada gacha, cada vez que alguien me hacía la temida pregunta. ¿No te gusta el cilantro? Y yo pensando: si sólo fuera eso... Porque no es que no me guste. Es que lo odio, lo detesto, me ofende, me repugna. Si por mala suerte o un descuido, un minúsculo pedazo de esa hierba perniciosa (que algunos venden como aromática) llega a entrar en mi boca, lo escupo como quien quisiera expulsar de su ser al propio Satanás. Imaginad el adjetivo que designe con la mayor precisión posible algo repulsivo y nauseabundo, y sabréis exactamente lo que yo siento por el cilantro.

Años y años sintiéndome como un desgraciado cada vez que iba a un mexicano, tratando de apartar los pedacitos de hoja verde ignominiosa con la precisión de un neurocirujano. No me atrevía a pedir unas pinzas y una lupa por decoro, y mucho menos, el guacamole sin cilantro, para no tener que soportar las miradas asesinas del camarero. Ir a un peruano, misión imposible. Y esa sensación de miseria por no poder disfrutar de un cebiche como Dios manda, temiendo ver aparecer a un aguerrido camarada de Sendero Luminoso, dispuesto a terminar con mi vida de cerdo capitalista opresor del cilantro.

"¡No sabes lo que te pierdes!", me decían con compasión inmisericorde (o sea: con muy mala leche). Pero cuando ya las cosas no podían estar peor y creía que sólo una severa reeducación palatal o lo que es peor, el psicoanálisis, podrían salvarme de mi perversión, leo que la ciencia ha terminado por demostrar, después de estudiar la genética de 30.000 personas, que el odio hacia el cilantro tiene un claro componente hereditario y genético.

Según ha concluido el equipo dirigido por Nicholas Eriksson, un tipo con apellido de teléfono del Pleistoceno Superior, la culpa la tienen los aldehídos del cilantro y como los percibe el gen, con nombre de androide de Star Wars, OR6A2.

Alborozado, llamé a casa de mis padres. Respondió mi madre:

Mamà ¿a ti te gusta el cilantro?

—Hijo, no me mata, pero me lo puedo comer.

El desasosiego se volvió a apoderar de mí, pero insistí:

—¿Está Papà? ¡Que se ponga!

Papà ¿a ti te gusta el cilantro?

—¿El cilantro? No me gusta nada. LO ODIO.

¡Lo odia, Papà lo odia. Bendita música para mis oídos! ¡Era la genética, estúpido! Así que a partir de ahora, cuando alguien me pregunte cómo es posible que no me guste el cilantro, responderé con aplomo y tranquilidad: ¡Es una cuestión de carácter! Con un par.

* Foto: Getty Images.

 
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