Gastro
TINTA DE CALAMAR

'Benidorm 2020'

Una distopía gastronómica imaginada en 2013

Vista nocturna de Benidorm. / GETTY

Madrid

Las 12. Hora de marchar. Hace tiempo que los aeropuertos han dejado de funcionar. No hay coches circulando porque no hay con qué llenar el depósito. Solo un microbús escapa de Madrid cada noche para llegar al Sur. Durante una hora y media el microbús se llena de pasajeros, más del doble de su capacidad. En cada asiento, dos personas. Todas en búsqueda, de alguien o de algo.

Es cierto que nada pasa de un día para otro. Que muchas veces se ve venir. Se  va advirtiendo poco a poco. Incluso un dolor de muelas tiene sus avisos. Y primero fueron los deshielos, luego la falta de petróleo y, más tarde, la imposibilidad de aprovechar otras energías porque, cuando se pudo hacer, las grandes compañías lo impidieron, y cuando ya no existían, apenas quedaban recursos para hacerlo. Y como cuando los órganos de un cuerpo entran en colapso, así se vislumbró la muerte de lo que había sido todo hasta ese momento.

Quedaban lejos los momentos de triunfo y revolución, cuando la comida llegó a ser arte. Ahora era la pepita de oro a encontrar entre toneladas de basura. La valiosa mercancía del siempre próspero mercado negro. El microbús da trompicones. Las carreteras empiezan a entrar en desuso y los boquetes del camino son difíciles de sortear. Los pasajeros soportan mudos los golpes de sus cabezas contra el techo. Nadie habla. El silencio ganó la partida. Hablar de más era quedarse sin abrigo. Parón en seco. Tras cientos de saltos, baches y golpes, y tras otros tantos cientos de minutos de silencio, el microbús para y abre las puertas.

El día empieza a clarear y se ve la silueta del hormigón vertical que fue una ciudad. Benidorm. Sus calles están desiertas y apenas las atraviesa alguien rápido y silencioso con un abrigo negro. Los edificios tienen el desarreglo que deja el abandono y nadie puede acertar si queda vida en ellos o no. El tipo del abrigo negro sigue su camino sin mirar a los lados, sin alzar la cabeza. Sabe adónde va. Son las inacabadas torres In tempo. La ruina va desdibujando su forma de eme y el brillante que las une. El alguien del abrigo negro se pierde en una subida oscura, residual, de peldaños sueltos en escalera.

En el piso 45 se encuentra con otros con abrigo en el que ocultan el dinero con el que pretenden comprar lo que ya nadie encuentra. Las existencias de la industria alimentaria hacía tiempo que se habían agotado y solo quedaban las que mantenían las manos privadas. Pero la perla la tenía un manco en ese piso 45, tras una puerta en la que se agolpaban más y más abrigos negros que ocultaban la desesperación del dinero que no hay en qué gastar.

Daban con la fuerza que podían sobre la puerta hasta que el manco decidía:

—Hoy, agua para dos.

Los elige según le conviene. Y ahora le conviene los que tienen semillas. Señala a uno y a otro. La transacción acaba y el resto calla. Sediento, silencioso y abrasado en la añoranza de tantos litros que ignoraron y que se escaparon en alimentar edificios, industrias, campos de golf, piscinas, plantas de refrescos, de cervezas, de alimentos. Los abrigos acarician sus bolsillos y descienden cabizbajos por la escalera imposible sin ver que de la casa del manco sale la hoja verde de una planta trepadora de la que quizás vuelva a nacer un tomate.

 
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