Pisar tierra y gritar libertad
Cada día, desde hace semanas, llegan decenas de personas a las costas griegas escapando de los conflictos que asolan sus hogares
Isla de Kos
Un hombre con chaleco amarillo reflectante les hace señales para que desvíen la balsa ligeramente y no vuelquen en una roca. Podría ser alguno de los voluntarios de Kos que reciben y ayudan a las personas que llegan cada día, pero en realidad está allí para coger todo lo aprovechable de la balsa y llevársela.
Más información
Algunas tienen un motor improvisado que ayuda en las dos horas y media de travesía desde la costa turca. Pero la de Wael y Yasser no. Han venido a pulso y con ganas. Bajan, se abrazan y lo gritan “¡Libertad!”. Luego viene la sesión de fotos, los mensajes a familia y amigos. Tienen ganas de celebrar y hablar, mucho más que los otros sirios, pakistaníes, bangladesíes o iraquíes que han llegado en las otras barcas esta madrugada.
Este extraño lugar, en medio de los dos mundos, el del país que dejaron atrás, el de la ruta de Siria a Turquía, y el que tienen por delante, el de la ruta hacia la Europa próspera, es el último punto en el que sentirán algo que celebrar.
Las travesías empiezan todas a la caída de la tarde o en la madrugada y terminan unas horas después en Kos -donde nos encontramos- o en Lesbos, Samos, Icaría, Creta. Intentan evitar a los guardacostas griegos y de Frontex. Viajan en balsas neumáticas muy frágiles, con dos tamaños: el grande para 50, el pequeño para ocho o diez. Una familia siria dice haber pagado al traficante 200 euros por adulto y 100 por niño.
Wael y Yasser lo han intentado en diez días cuatro veces. A la quinta se han atrevido con un mar hoy muy calmado. Son músicos y amigos desde hace muchos años. Salieron de su casa, en una región del Sur de Damasco, fronteriza con Jordania, hace cuatro años. Lo intentaron en Dubái y luego en Estambul; hace tres meses, sin saber darnos un motivo concreto, decidieron dar el paso. Los dos dejan mujer e hijos atrás, y una guerra que en cuatro años ha destrozado su país. “¿ISIS? Me conocen muy bien, y a Wael también -dice Yasser-, a él le llamaron y amenazaron si no dejaba de tocar su música. ¿Qué vas a hacer? Pues echarte al mar”.
Ellos ríen y charlan cómodos con los periodistas, dos personas de Cruz Roja que están hoy en la playa y unos voluntarios holandeses de la Fundación ‘Boat Rescue’. Los pakistaníes que han llegado a unos 500 metros celebran con menos entusiasmo. Su ruta ha sido mucho más larga y su futuro más incierto aún. Siguiendo el patrón habitual en la playa, ninguno habla inglés y no tienen ni una mochilita que arrastrar. Se quitan la ropa mojada que llevan, la lavan en la ducha de la playa, la sacuden y se la vuelven a poner. Buscan desesperados un mechero para fumar un cigarro, y ni ese consuelo podrán tener hoy a su llegada. El vigilante de esta zona de playa, frente a un complejo turístico, les echa -ni amable ni especialmente cabreado- y se echan a andar por la carretera de la costa.
Todos los recién llegados saben dónde tienen que ir: a la comisaría. Un edificio construido durante el dominio italiano del Dodecaneso, en pleno centro del pueblo de Kos. Allí hay dos colas -por decirlo de alguna manera-, la de los recién llegados, que quieren dejar constancia para poder iniciar su proceso de registro, y los que están ya en otras fases de ese proceso.
Hoy tocan sólo sirios. Esperan horas a la intemperie, con alguna sombra, mucho calor y nada de agua ni comida. Reda, profesora de arte en Damasco se queja de que pueden estar horas y horas. “Tenemos muchos problemas con el proceso, hoy está en la lista el nombre de mi marido, pero no el de mis hijos y el mío”. Los hijos, de siete y tres años, están a su lado. Algo de suerte tienen, porque su madre, como maestra, se hace cargo de educarles.
Aunque a Kos empezaron a llegar los primeros refugiados en primavera, la manera en que son recibidos no ha mejorado mucho. Las condiciones en el hotel abandonado que ocuparon los primeros, el ‘Capitan Elias’, son tan malas, que la mayoría prefiere dormir a la intemperie. En los campitos de alrededor, o en los jardines y el paseo que rodean el castillo.
Por la noche, sus estiradas siluetas en el suelo, sobre una manta, quedan a un par de metros de los turistas que pasean por el centro. De día algunos se paran a charlar con ellos, y los hay que incluso han ofrecido su ayuda. Pero la noche hace mayor su distancia, como la de unos bangladesíes que se sientan en un banco ante un yate de lujo en el que un grupo de personas cena.
Ambos grupos comparten una cosa: saben que su paso por Kos es circunstancial. Unos la dejaran en un vuelo chárter, mientras comparten en sus móviles las fotos de su paso por esta isla. Otros se marcharán de ella sólo para echar a andar Balcanes arriba. Pero también compartirán, los que puedan, esas fotos de su paso por las islas griegas.