"Perdone que esté triste pero mi hermano ha intentado suicidarse"
Una de las críticas más extendidas de las organizaciones que trabajan con los refugiados y migrantes en la isla de Lesbos es que el centro de detención de Moria sea una cárcel en la que se encierra a familias enteras, a menores no acompañados, a enfermos, embarazadas y a gente en situaciones muy delicadas
Lesbos
El responsable de Médicos sin Fronteras en la isla de Lesbos, Michele Telaro, exige que al menos se cumpla el compromiso de llevar a un ‘campamento abierto’ a personas vulnerables. Como sucedió hace unos días, cuando un grupo de siete mujeres salió de esa instalación para pasar al campo de Karatepé, una instalación gestionada por el ayuntamiento de Lesbos. Es un sitio en mitad de un olivar, pero acondicionado casi con primor. Las tiendas se parecen más bien a casitas prefabricadas con suelo, ventanitas y rodeadas de sombra, con alumbrado e instalaciones de baño adecuadas, además de zonas infantiles o centro médico.
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Sin embargo, Karatepé está casi vacío. Cuando lo visitamos hay entre 80 y 100 personas, la mayoría sirias e iraquíes. Localizamos a varias de esas mujeres que acaban de llegar desde el centro de detención de Moria. Una de ellas habla con nosotros a condición de que ni demos su nombre ni grabemos su voz. “No sé cuántos días pasé en Moria, allí dentro pierdes la cuenta. Llegué a la isla el día 20 [el primero en que entró en vigor el acuerdo con Turquía]”. Describe un sitio sucio, frío, sin luz por la noche, con colas larguísimas para comer. No se queja de la policía.
Al preguntarle si viajó sola desde Alepo, su ciudad de origen, va narrando un drama sobre drama: está sola con cuatro niños pequeños, porque su marido murió en un hospital nada más llegar. No supero la travesía en barco. Los agentes griegos vinieron a buscarla poco después al propio hospital para llevársela al centro de detención.
La guerra les robó varios miembros de la familia pero el motivo por el que se marcharon de Alepo es porque el marido tenía una enfermedad de los ojos y estaba quedándose ciego. En su ciudad no podían darle tratamiento; basta recordar que hay barrios de Alepo en los que miles de civiles se han quedado sin un solo médico.
Varias calles más allá nos encontramos a una anciana sentada en el suelo y con la mirada perdida. Nos acercamos a ella y con dirigirle un ‘Salamo äleikum’, levanta la vista, nos sonríe, se anima y nos dice que la sigamos. En la tienda en que vive, pide a su hija que salga para atendernos. Cuesta creer que sean madre e hija, comparando la juventud de una y lo arrugada de la otra.
Chapurreando inglés acepta hablar con nosotros, pero de nuevo sin dar nombre. “Somos de Afganistán. Perdone que esté triste pero es que mi hermano está en el hospital. Trató de suicidarse y lleva tres días en coma en el hospital. Estaba en Moria, ese sitio que es como una prisión. Él se quedó allí encarcelado, la situación allí es muy mala, se deprimió y tomó las pastillas. Yo estoy aquí con mi madre y otra hermana”.
La familia pagó 8.000 dólares por hacer toda la ruta, sólo por la parte del barco, fueron 2.000. Relata cómo tuvieron que caminar varias veces durante horas para llegar a la playa en la que les iban a embarcar, para al final, cancelarlo porque había temporal. Fue el momento más aterrador. Pocos de quienes han hecho la travesía, incluso en condiciones de mar calma, están en desacuerdo con que es el momento en que más miedo han pasado. “Si volviera atrás, me hubiera quedado en Damasco sólo por no pasar por ese momento”, nos dice William, nombre ficticio con el que se deja grabar un chico sirio que nos hace de intérprete. “Los niños y las mujeres que venían en la balsa gritaban asustados”.
La atención de todos los medios estos días se ha centrado en esos poquitos ferries que han llevado a los expulsados a Turquía. Pero antes de llegar aquí para ser capturados y devueltos, pasaron, como un millón de seres humanos, por ese trago de subirse a una balsa o a un precario barco para alcanzar un sueño.