Los Al Capone del alquiler: acoso y amenazas para subir el precio
La presión de algunos propietarios e intermediarios inmobiliarios por incrementar los precios –sin negociación y fuera de los plazos del contrato- deriva en denuncias, insultos y amenazas de desahucio sin casos de impago
El Código Penal castiga con entre seis meses y dos años de cárcel los "actos hostiles o humillantes que tengan por objeto impedir el legítimo disfrute de la vivienda". Si quieres compartir tu caso: escribe a <b><i>DondevivirCadenaSER@gmail.com</i></b>
Madrid
Las batallas de Berta y Aurora podrían ser las de miles de inquilinos. Pero no. La mayoría asume su condición de nómada, cae en la resignación y se traslada a otra vivienda para evitar problemas con el propietario. Ellas han decidido resistir frente a las presiones y las amenazas para abandonar su piso –con un contrato en vigor- por un aumento de la renta. "Yo solo quiero que me dejen en paz. Me iría con muchísimo gusto para no tener problemas pero no sé dónde ir. No hago otra cosa más que currar y estudiar, pago mis impuestos y luego la sociedad me expulsa. Me siento estafada. Quiero mi vida aquí, en este barrio, mis clases de guitarra, mi médico, mi compañera".
Berta tiene 32 años y lleva tres años viviendo en un piso compartido en el barrio de Delicias de Madrid. "Quiero hacerme el harakiri por no haber comprado cuando trabajaba en banca, por defender la cultura el alquiler y sentir que estoy peor que cuando tenía 22 años", se lamenta. El pasado 31 de diciembre se le cumplió el contrato de tres años. Un mes antes su 'casero' le escribió un mensaje. "Debéis decidir si queréis continuar en el piso. Ya sabéis que estoy satisfecho con vosotras y estoy dispuesto a renovar el contrato". Nada de nuevas condiciones. Durante los últimos días de diciembre, intenta ponerse en contacto con él para formalizar la renovación por ley de un año. No le cogen el teléfono. Eran días de Navidad y pensó que estarían de vacaciones. Llega enero y pagan la mensualidad correspondiente, 800 euros para un piso de dos habitaciones y unos 60 metros cuadrados. "La vida era maravillosa pero el día 12 me llaman. Me explican que han tenido un problema familiar con su actual vivienda y que, por eso, no han estado pendientes. Me dicen que en unos días me llamarán de la empresa inmobiliaria para realizar los trámites".
Cuando recibe esa llamada, todo se tuerce. Quieren venir a tasar la casa y ella accede. "Estaba preocupada pero acepto de forma amistosa aunque el propietario no me había mencionado nada. Vienen y lo tasan en 1.300 euros al mes. Yo, muy madura, me pongo a llorar del susto. El intermediario me dice que como favor va a intentar que me cobren solo 1.200 euros”, explica. Un incremento de 500 euros en tres años que ni pueden ni están dispuestas a pagar. "Me reviso la ley y ahí pone que me tienen que avisar con un mes de antelación, como hizo, y que si hay acuerdo, se renueva por un año. Es lo que habíamos hecho al pagar enero aunque no hubiésemos firmado. Es un automatismo".
La situación se complica días después. "Se comporta como un Al Capone, me pone el estómago del revés porque me empieza a decir que estoy haciendo el gilipollas y que va a activar la carta del seguro por impago para que tramiten el desahucio". Ella siempre había pagado, tiene sus justificantes y ahora la amenazan con una expulsión. Desesperada y asustada, se pone en contacto con un abogado especializado. "Me dice que me están haciendo acoso inmobiliario y que el contrato está prorrogado y nos vamos a agarrar a eso". Estas palabras se las transmite al agente inmobiliario. "Me empieza a hablar con aires de matón. Me dijo textualmente: tú te piensas que ahora vas a estar meses sin pagar, que ocupas un piso ilegalmente, pero te van a hacer pagar con carácter retroactivo, te van a desahuciar”. Nada de eso estaba ocurriendo. Ante el miedo, Berta decidió cambiar la cerradura. Preguntó si era legal y le dijeron que sí. Su contrato está registrado, su fianza está depositada en el IVIMA y las facturas están domiciliadas a su nombre. De repente le llegó un recibo de luz tres veces superior al habitual. "Me habían hecho una relectura del contador en mi ausencia". El siguiente capítulo fue pagar la mensualidad de febrero. Los propietarios habían contratado a una abogada y habían cancelado la cuenta bancaria. Ella y su compañera se informaron sobre las cuentas consignadas del juzgado y, como necesitaban una prueba fehaciente de que no habían podido pagar, realizaron un giro postal. Aún no han recibió respuesta, su última noticia es un burofax. Dadas las buenas relaciones, reza el escrito, les dejan vivir hasta mayo por 1.100 euros. "Tengo todo, contratos, resguardos de pago, llamadas grabadas, esto está siendo horrible y yo no he hecho nada malo, no nos mola esta guerra, pero vamos a responder con otro burofax, no hay derecho", concluye.
El caso de Aurora ha llegado a extremos insoportables. Insultos, amenazas y denuncias. Llegó hace ocho años a Barcelona desde Albacete. Alquiló habitaciones en pisos compartidos hasta que hace tres años su pareja se trasladó a la ciudad condal. Emprendieron una vida juntos y al año nació su hija. Ella trabajaba en una peluquería y a través de una clienta se enteró de un piso en el barrio de Sants. “Lo pillamos casi sin verlo. Firmamos el contrato de 550 euros por un piso de 55 metros cuadrados. Para dos estaba bien, a falta de muchos arreglos, pero para empezar nos valía". Pasaron los dos primeros años sin problemas, incluso mantenían una relación cercana con la propietaria. "Me visitó en el hospital cuando di a luz y venía a ver a la niña". Les había subido el piso a 585 euros y ellos aceptaron aunque no se correspondía con el incremento del IPC.
"El año pasado dijo otra vez de subir el alquiler, ahora a 600 euros. Le dijimos que haríamos el esfuerzo pero que nos arreglara los desperfectos que tenía el piso desde hacía tiempo". Y todo cambió de la noche a la mañana. "Empezó a decirnos que nos iba a echar de la casa, llamaba a mi marido para insultarme. Un día voy a llevar la niña al parque y cuando vuelvo, no tenía agua. Pregunté a la vecina y me respondió: ha sido tu casera, no es la primera vez que hace esto". Aurora tenía los recibos de luz y agua domiciliados. No había riesgo de impago. Decidió denunciar. Su sorpresa fue comprobar que el contrato no estaba registrado. "A raíz del corte de agua empezaron el acoso y las amenazas con número oculto sobre mi trabajo, mi hija… Me decía que me iba a hacer la vida imposible. Un día me llamó su asesor para avisarme: es mejor que te lleves bien con ella porque es capaz de todo".
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Con el miedo metido en el cuerpo, intentó reconducir la relación. Ella se disculpó, lo achacó a los nervios. El 26 de enero expiró el contrato de alquiler de tres años. Habló con la propietaria para saber si podía seguir en caso de que no encontrara nada. "¿Me puedo quedar? Su respuesta fue que tenía que pagar 750 euros y, si no podía afrontarlo, a la puta calle". Aurora no se amilanó. A la espera de que la justicia resuelva sus denuncias y ante la negativa a una negociación, decidió cambiar la cerradura. Asesorada por el Sindicat de Llogaters, sigue pagando cada mensualidad por giro postal. "Me da igual que me caiga una multa, quiero seguir para adelante. No voy a consentir que haga lo que quiera, quiero justicia por este acoso".
En este último mes ha recibido visitas de varios agentes inmobiliarios. "Ha llegado a anunciar el piso en portales con fotos que nada tienen que ver. Otro día vinieron unos chicos diciendo que la dueña había vendido el piso, que tenía una demanda y que iban a venir a echarme en unos pocos días". Aurora es consciente de que está cerca el día que se tenga que ir. No adeuda la renta mensual pero su contrato ha vencido. La administración está intentando hablar con la propietaria para pactar un alquiler social. Aún no tienen respuesta. "Yo estoy buscando desde hace tiempo otra cosa, los alquileres son millonarios, yo trabajo limpiando y mi marido en la obra. Los pisos por mi zona están en 800, 1.200 y 1.500 euros, estoy mirando hasta fuera de Barcelona, en pueblecitos. La última vez que fuimos a ver un piso nos dijeron que con nuestras condiciones, tenían prioridad otros. Por ganas, no será", admite resignada.
Tras el estallido de la crisis económica, la proliferación de desahucios y la alarma por los abusos, el Gobierno tipificó hace ocho años en la reforma del código penal el acoso inmobiliario. Por aquella época, se sucedían casos de grandes propietarios y empresas que presionaban a personas mayores, la mayoría inquilinos de renta antigua, para que dejaran su vivienda. El texto legal especifica que "se pretende tutelar el derecho al disfrute de la vivienda por parte de propietarios o inquilinos frente a los ataques dirigidos a obligar a unos u a otros a abandonarla para así alcanzar, en la mayoría de los casos, objetivos especuladores". Las sanciones van de multas a penas de prisión de seis meses a dos años a aquellos que "de forma reiterada lleven a cabo actos hostiles o humillantes que tengan por objeto impedir el legítimo disfrute de la vivienda".
Ahora esas campañas de presión se han trasladado a algunos inquilinos. Desde los sindicatos de Madrid y Barcelona, culpan a una ley poco garantista. "La mayor parte de lo que podemos considerar abusos son perfectamente legales", explica Irene Sabaté, una de las portavoces del Sindicat de Llogaters, sobre la libertad del arrendador para subir el precio sin tomar como referencia, por ejemplo, el IPC y para desechar una negociación y no renovar unilateralmente el contrato. El sociólogo Javier Gil recuerda que hay un antes y un después en el mercado del alquiler desde la supresión de la ley Boyer de 1985. "A partir de ahí, hay una pérdida constante de derechos. Con esa ley el inquilino tenía muchísimos más derechos: las viviendas de renta antigua, muchas más dificultades a la hora de expulsar, el inquilino podía renovar automáticamente si quería… Ahora la ley, al cambiar la duración de los contratos de 5 a tres años, facilita las expulsiones y permite que sea más fácil reaccionar ante los cambios del mercado". Cambios que se traducen en subidas desorbitadas de la renta. Más de 400 euros en el caso de Berta y casi 300 en la última propuesta a Aurora. La primera respira tras contar su historia, toma un sorbo de té y sonríe: "El español siempre ha sido muy avaricioso, de dinero fácil".