El frío de la calle Don Remondo
El subdirector de Diario de Sevilla, Carlos Navarro Antolín, evoca el atentado que acabó con las vidas de Alberto Jiménez-Becerril y Ascensión García Ortiz en enero de 1998
Carlos Navarro Antolín, subdirector del Diario de Sevilla
Sevilla
El Salvador es la plaza donde se toma cerveza a la sombra de un templo que bien podría ser basílica romana. En la calle Córdoba encontramos las hormas de cientos de zapatos. En Amor de Dios, calle de las funerarias, la paz para los muertos. La Plaza del Pan fue en tiempos el mercado de los trajes de novia. Y don Remondo es la calle donde siempre hace un frío de enero, todos los días del año se siente una memoria gélida cuando se pasa bajo la lápida que recuerda a Alberto y Ascensión.
Es un frío que nos vuelve más humanos y mejores vecinos, una sensación que saca lo mejor de sí mismos, porque somos mejores cuando honramos a quienes perdimos, a nuestros caídos, a quienes perdieron la vida por ser defensores, sujetos activos y protagonistas principales de la democracia en la ciudad.
Siempre debemos sentir frío al recorrer Don Remondo, siempre debemos recordar dónde estábamos aquella noche, contarle a nuestros hijos quiénes fueron aquellos dos sevillanos con los que compartíamos vida cotidiana, encuentros espontáneos en los bares, en los actos de la agenda de la sociedad civil, en las bullas de las fiestas mayores... Eran como nosotros, eran como ustedes, eran como sus hijos o sus nietos. Eran gente normal y honrada a la que segaron sus vidas en nombre de la barbarie, la sinrazón y el odio disfrazados de luchas por una supuesta libertad y otras cantinelas. No, no fueron asesinados por ideas políticas.
Recuerdo la ejemplar y valiente homilía del entonces arzobispo de Sevilla y hoy cardenal Amigo en aquellos tiempos en que algunos obispos y sacerdotes vascos eran verdaderos cobardones. Evoco el paseo que Aznar se dio con algunos de sus ministros por el barrio de Santa Cruz al término del funeral para generar una imagen de normalidad en una ciudad conmocionada, herida y doliente.
Todos quisimos volver al vida cotidiana cuanto antes. Necesitábamos recuperar el ritmo normal de nuestra existencia. Era imposible. La ciudad se quedó traumatizada. No volví a experimentar una sensación similar hasta que años después fue también asesinado Muñoz Cariñanos, o se derrumbó en el terreno de juego el joven y valeroso Antonio Puerta. La muerte de una u otra forma habitó de pronto entre nosotros en esas ocasiones.
El frío se quedó para siempre en Don Remondo aquel final de enero de 1998. 24 años después no quiero que se vaya nunca el frío de esa calle. Me gusta sentirlo hasta en agosto. Me acuerdo de Alberto y Ascen, con los que traté siendo un becario. Y al pasar por ese lugar me siento mejor ciudadano, mejor persona y mejor cristiano.
En el Salvador hay que tomarse una cerveza, claro que sí, símbolo de la la sociedad en paz que nos quisieron arrebatar. Y en la calle Don Remondo hay que honrar siempre a nuestros muertos cada día del año, cada día de nuestra existencia. Descansen en paz dos vecinos honrados. Y sientan sus afines y descendientes el orgullo de serlos. La ciudad sigue su marcha con la lamparilla siempre encendida de la memoria.