El comentario de Ángel Núñez

Cádiz

Convengamos en que —como algunos dijeron— las palabras no fueran sino lugares comunes para nombrar de la misma forma aquello que cada uno percibe a su manera, simplificaciones de uso público, mínimos comunes denominadores para andar por el mundo. Es por eso, tal vez, que las palabras se desgastan, dejan de ser útiles, se quedan en los diccionarios como cacharros olvidados en el desván, o se van haciendo pequeñas hasta desaparecer casi sin hacer ruido. Otras veces las palabras mudan de piel, en ocasiones de una sola vez, como la serpiente o el lagarto, pero en otras, como las tortugas y los cocodrilos, de manera mucho más lenta, casi imperceptible. Y cambian su sentido y ya no significan lo que un día repre

sentaron. Tal es la historia de las palabras.

«Paisaje» es una de esas palabras de compleja biografía. ¿Es solo un hecho físico el paisaje o una construcción cultural, es una condición estética, un concepto moral, una categoría política, es interior o exterior? El paisaje es todo eso, aunque a lo largo de los tiempos los humanos hayamos acentuado uno u otro aspecto según las épocas. Pero quizás fuera en el Renacimiento cuando descubrimos el valor de las cosas en su reunión circundante: el cielo, la tierra, el mar y la mirada que los abarca. Haciéndose paisaje, la naturaleza se viste de significado. El paisaje es también lo que no se ve.

En nuestros días, además, el paisaje se ha convertido en un interés jurídicamente relevante. Primero algunos textos internaciones y luego nuestra propia legislación, consagran el «derecho al paisaje». Todos aquellos valores, los que vinculan a la ciudadanía con su vida cotidiana, esos de los que está hecho nuestro ser en el mundo, se dotan de protección frente a la fábrica neoliberal de paisajes degradados. Nuestro Estatuto de Autonomía dibuja la diversidad paisajística de Andalucía como uno de los rasgos de la personalidad de nuestra tierra y proclama el derecho al paisaje como esencial elemento de cultura vinculado a la calidad de vida. Nadie tiene derecho a emborronar la niebla de los siglos, ni los cientos de naufragios, ni el abismo erizado de las pozas, ni el rayo verde que asoma del sol su clausura, ni los castillos, ni este cielo, ni las piedras de La Caleta, desde la Punta de los Diablos a la Laja del Sur, ni los pulpos que nos colman con sus abrazos, ni la memoria de este pueblo nuestro. De manera que ya saben lo que tienen que hacer con el dichoso parque eólico marino.