Vacunado

El estilita / Radio Coruña

A Coruña
En realidad, yo no tenía que estar allí, pero los planes habían cambiado en el último momento, algo muy común en esto del periodismo, ya sabes. El caso es que estaba allí, en la plaza de Galicia, en la manifestación de los antivacunas, bloc en mano. Unas doscientas personas formaban un semicírculo frente a la entrada del Tribunal Superior de Xustiza, escuchando las palabras que una mujer de unos 40 años, delgada, de pelo largo y negro, que llevaba un gorro de lana rematado con una borla enorme, vociferaba sin parar a través de un megáfono. Las vacunas eran un invento del Gobierno para controlarnos. No eran negacionistas del Covid, insistía. Solo estaban en contra de las medidas del Gobierno. Parecía indignada, pero ese es el estado de ánimo adecuado para alguien en una manifestación. Mientras escuchaba sus descalificaciones hacia el Gobierno, observé a los manifestantes. Gente normal, de esas que te cruzas por la calle a diario. La mayoría era gente de mediana edad, muchos jubilados pero también bastantes jóvenes. Detrás, la Policía nacional.
Casi nadie llevaba mascarilla pero tampoco es que llevaran sombreros de papel de plata. Un tipo sostenía un cartel donde denunciaba que el Gobierno quería “Arruirnasnos”. En otro, se veía una enorme fotografía de Feijóo al que le habían pintado un bigotito a lo Hitler. Por si alguien no pillaba la idea, habían dibujado al lado una esvástica. Otra pancarta también aludía al nazismo: dos estrellas de David indicaban el genocidio que Pedro Sánchez estaba cometiendo con España. Otro incluso llevaba un brazalete con la misma estrella, aludiendo a la restricción de sus libertades por el Gobierno, supongo. Aquello pintaba mucho mejor que la manifestación a la que había acudido por la mañana. Los obreros del metal exigían un convenio, pero no se les había ocurrido afirmar que se sentían como judíos esclavizados por los nazis. Falta de imaginación, supongo.
Cuando acabó su diatriba, una compañera de una agencia de noticias y yo nos acercamos a la oradora y nos identificamos como periodistas. Me di cuenta de que había cometido un error por la expresión sádica de la mujer. “¿Ah, sois periodistas? Esperad un momento”. Volvió a coger el megáfono que había dejado en el suelo y se dirigió a la multitud. “¡Estos son periodistas, los que se dedican a mentirnos y a desinformar! ¡Terroristas! ¡Terroristas!”. De repente, 400 pares de ojos se clavaron en nosotros con desaprobación, lo que no me importó demasiado: ojalá pudiera decir que era la primera vez que me exponían al escarnio público. Levanté la mano y saludé en un gesto sarcástico mientras la periodista de agencias se apartaba de mí. Inmediatamente, la gente empezó a abuchearnos y un tipo bajito, de esos que tienen mala leche, saltó y empezó a gritarme con la cara congestionada. “¡Vete de aquí! ¡Vete! ¡VETE!”. Mientras tomaba notas con mi bloc, le hice un gesto a aquel señor para que se calmara. No me iba a largar de allí.
El momento de tensión pasó y un nuevo orador tomó la palabra, un tipo con bigote, quiso calmar las cosas y se dirigió a nosotros, los periodistas, y señaló que no todos habíamos mentido, pero sí el 90%, así que teníamos que comprenderlo. Luego comenzó su discurso. Visto con perspectiva, si se hubiera limitado a criticar la política sanitaria del Gobierno, si hubiera dicho que creía que Fernando Simón no era un experto de verdad, sino un vagabundo de la Gran Vía al que hubieran duchado y vestido con ropa de beneficencia para que repitiera los mensajes gubernamentales al tuntún (algo que yo mismo he sospechado), si hubiera señalado que el medicamento de ARN mensajero no es técnicamente una vacuna, si hubiera recalcado la baja letalidad del Omicron (que la propia alcaldesa, antes infectarse, había calificado de “catarro moi contaxioso”) o si hubiera señalado que las restricciones eran absurdas y arbitrarias, bueno, todo habría acabado bien, pero me perdió cuando empezó a hablar de la epidemia de los suicidios masculinos, que son la inmensa mayoría –un tipo barbudo me desafió a apuntar eso- y una gran parte, además, de hosteleros llevados a la desesperación por las restricciones que se ahorcaban en sus negocios y exmaridos cuya vida había sido destrozada por la ley de violencia de género. El Gobierno genocida, que nos ocultaba las cifras de muertes y efectos secundarios de las vacunas, no era un Gobierno ni era nada, más bien una fiesta de “masones, pederastas y –lo juro por Dios- satanistas”.
La marcha arrancó hacia la plaza de María Pita. Para entonces, la paranoia conspirativa había dejado paso al melodrama. “Nos han arrebatado la sonrisa de nuestros hijos, les han arrebatado la alegría”, clamó uno. Terrible. Un mundo sin sonrisas de niño. Estaba reflexionando sobre eso cuando llegamos a Los Cantones. La fotógrafa que cubría el acto conmigo se había subido a un banco de piedra para conseguir una mejor perspectiva y una señora se nos acercó para preguntarnos si éramos periodistas. Le confirmé sus peores temores. “¡Sinvergúenzas! –nos gritó-¡Sinvergúenzas!”. Asentí. No parecía haber mucho que replicar. La manifestación prosiguió por la calle Real. A medida que se acercaba a María Pita, la épica sustituía al melodrama. “¡Es una batalla del bien contra el mal!”, gritó uno. En un momento dado, un manifestante se enzarzó con una transeúnte cabreada y la Policía Nacional les separó, otro los trató de payasos, pero aquello no pareció afectarles. “¡Quitaos las mascarillas! ¡Uníos a nosotros!”. Se reunieron al pie del monumento de María Pita, la estatua sostenía la lanza sobre su cabeza, como si quisiera propinarles el pinchazo que se negaban recibir. A mí, desde luego, me parecía que necesitaban que alguien les pinchara la burbuja. “¡Somos como los 300 de las Termópilas!”, gritaba un aspirante a Leónidas. Todos estaban convencidos de que participaban en algo importante, que aquello era el comienzo de algo grande, de un cambio. La reconquista de nuestras libertades, rezaba la pancarta. Supongo que su entusiasmo podía llegar a ser contagioso, pero no para mí. Contra eso también estaba vacunado.




