José Martí Gómez en la niebla
"Llevaba la sonrisa a juego con una cazadora caída. Detrás de sus gafas, unos ojos te estaban preguntando todo el rato si eras verdaderamente tú quién le hablaba. Se reía al encender el puro, y nunca vendió su corazón de oro. Se le ponía cara de mosqueado, pero se estaba divirtiendo"
José Martí Gómez en la niebla
Barcelona
Quién era el Clifford que daba nombre a su correo electrónico fue siempre para mí un misterio. Acaso alguien de su familia, aunque tardaría mucho en enterarme de que Martí Gómez tenía familiares en Texas o un lugar parecido de Estados Unidos. Pero no hay nada parecido a Texas, así como nunca existió nadie igual que José Martí Gómez. Ni siquiera él era similar a sí mismo. Ni tampoco se dejaría asimilar. Tenía una cantidad de anécdotas descomunal. Las soltaba como de pasada, y era breve en esos relatos. Enrollarse no le iba nada. “Javier, tus píldoras son muy largas. No pases nunca de los 700 espacios”, me dijo. Yo sigo con 1.700. Su voz salía de lejos. La ironía y la melancolía son dos tipos de distancia. Parecía que Martí Gómez hablaba desde una emisora olvidada en un bombardeo o en una ciudad de brumas. Pero aquella niebla que envolvía su cuerpo de periodista baqueteado por los viajes, el tabaco, las entrevistas a personalidades, el whisky, los secuestros de revistas, las noches con los compañeros de redacción, los sucios pasillos de los tribunales, los comisarios somnolientos que le contaban su vida, los delincuentes comunes que le confiaban el cuidado de sus mujeres e hijos, los magistrados que le afeaban que hubiese estudiado leyes porque le preferían plumífero en estado puro, los ministros que a medianoche le telefoneaban para confesarle un secreto..., todo este velo de experiencias ocultaba a alguien que se había tomado al pie de la letra el sermón de la montaña (los pobres, los perseguidos, los que tienen hambre...), y así colocó a la gente a la altura de lo divino. Su religión era la calle. La misma noche en que fundó la revista Por Favor, el franquismo ejecutaría a Salvador Puig Antich, y él salió a recorrer las calles que rodeaban la cárcel Modelo. Llevaba la sonrisa a juego con una cazadora caída. Detrás de sus gafas, unos ojos penetrantes te preguntaban todo el rato si verdaderamente eras tú quién le hablaba. Se reía al encender el puro, y nunca vendió su corazón de oro. Se le ponía cara de mosqueado, pero se estaba divirtiendo. Apoyaba el codo en una mesa para contemplar el panorama, y el panorama era la gente de la mesa del lado. Le bastaba ese solo punto de apoyo para mover el mundo. Era un clásico, es decir, todo lo contrario de un frívolo. Ya hacía tiempo que el mundo había dejado de moverse en la dirección que a Martí le gustaba. También se reía por eso. Nunca hubo forma de saber si se estaba riendo o estaba respirando, pues en él se trataba del mismo acto. Le reconfortaban los actos cotidianos, como bajarse de un taxi. Había depositado ahí el sentido de lo bello. Su pasión era ser humano en un mundo inhumano. No le daba importancia a ganar, ni tampoco a perder. Fue maestro, pero no por lo que sabía, sino por lo que hacía. Cuando le acompañaba hasta la parada del autobús, me daba cuenta de lo importante que era.