Andalucía

Córdoba

Fraguaron nuestro orgullo el pan con aceite en el recreo, tocar el himno con la flauta, colorear el escudo en clase de plástica, nombrar a los ilustres como si tuviéramos que justificar nuestra dignidad a base de grandes nombres, como si no bastara el sudor del campo andaluz, la historia de toda la gente humilde que levantó esta tierra. Todo aquello se convertía, sin embargo, en barrera contra la vergüenza del acento por la tele, de los veranos con los primos del norte, del complejo de la tierra subvencionada y subalterna que ha crecido asumiendo el expolio: ayer fueron las minas, ahora el olivo y el sol y el I+D, y siempre los amigos que se van por una temporada y ya no vuelven.

Después llegaron los lunes en paro y los martes precarios, lo de resistirse al exilio, arañando el suelo para defender que tanto el talento como la mediocridad puedan quedarse a vivir en casa, como lo hacen en otros lugares, sin complejos ni chantajes ni sueños americanos. No tenemos nada que envidiar a ninguna otra tierra excepto la autoestima y el rumbo que nos han marcado.

Sé que llego tarde al Día de Andalucía, pero un día tarde es menos tarde que lo que tardan en llegar a nuestra tierra los aires de cambio que cada 28 de febrero cantamos en el himno, prueba irrefutable de que la realidad no la cambian un himno, ni una comparsa, ni la pertenencia, ni la bandera verde y blanca más grande de España, que solo deberían servir para acompañar la rabia organizada que exija futuro. Un futuro en el que, ojalá, no tengamos que vivir echando de menos ni añorando regresos, en el que no dependamos de las vacaciones del forastero, ni malvendamos lo que producimos, ni mercadeen con nuestros servicios públicos, ni agachemos la cabeza ante el señorito, andaluz o no, que intente pisarnos.