Meditar a salvo

Hablamos siempre de las palabras, pero es posible que no todos, cuando hablamos, hablemos de lo mismo.

Por ejemplo. Iba yo rumiando, camino de la compra, sobre la mejor forma de resistir con cierta integridad mental al aluvión de noticias que nos llega del frente del Este. Iba decidiendo si me negaba rotundamente a contemplar la invasión de Ucrania como un espectáculo. Iba dándole vueltas a la idea de rechazar las emociones fáciles, y de elegir informarme sólo en sobrias fuentes, para así, luego, encerrarme en mí misma y, con la cabeza fría, distinguir entre las voces y rechazar los gritos. Aclararme, en la medida de lo posible, y dilucidar.

Somatizando todo eso estaba, en uno de mis comercios predilectos, cuando la propietaria, amablemente, me preguntó qué planes tenía para el finde.

No lo dudé: “Voy a quedarme en casa, meditando”.

Raudo cual centella, un joven cliente habitual se giró hacia mí. Antes de que el muchacho abriera la boca, yo ya sabía que había usado el verbo inadecuado. “¡¡¡¡Ahhhh!!!! Usted, ¿medita?!!!!”, exclamó, con arrobo. Tuve que decepcionarle, antes que me preguntara qué marca de incienso uso. “No, no, no”, farfullé. “No. Medito de reflexionar, medito de deducir, medito de comprobar, medito de pensar”. La dueña, como si hubiera nombrado al diablo, saltó y me dijo: “Eso, pensar, es lo peor de todo”.

Como podéis suponer, me quedé muda. Y me puse a meditar, pero ya a salvo. En casa.