Crítica | 'Alcarràs', la maravillosa mirada de Carla Simón al campo y la familia
La directora catalana emociona en el Festival de Málaga con su visión humanista de la tierra, la agricultura, la familia y las tradiciones en la primera proyección en España de la película ganadora del Oso de Oro en Berlín
Málaga
No puede entenderse la historia de España sin entender la relación con la tierra. Tampoco se explica el momento presente sin mirar ahí. La tierra siempre ha estado en todo conflicto, el territorial, el económico, el social y el político. Es en el plano más íntimo, más humano, en la desmembración de una familia donde sitúa su historia la directora catalana Carla Simón en Alcarràs, la película que logró la hazaña histórica de ganar el Oso de Oro en Berlín.
Carla Simón acude a lo más íntimo de todo, la relación familiar rota por este neocapitalismo salvaje que ha invadido hasta la más remota comarca de Lleida, en el pueblo de Alcarràs. De lo personal construye un relato universal y político, que habla de cómo trabajar la tierra, de cómo salir adelante, de cómo enfrentar un tiempo convulso como el que vivimos y de cómo relacionarnos con la comida -recuerden la que le liaron a un ministro por opinar sobre las macrogranjas-, con la naturaleza, con los demás. Y es que en esta película milagro, la tierra explica todo lo que nos pasa.
Las tierras de los pequeños agricultores se ven amenazadas por las grandes empresas que compran grandes extensiones de terreno. La fruta no tiene un precio justo para estos trabajadores que ven más rentable vender sus tierras y dedicarse a las placas solares, el futuro, dicen. Los jóvenes no tienen esperanza en el pueblo, ni en el campo, por lo que el oficio familiar acaba desapareciendo. Con él un modo de vida pegado al esfuerzo, al campo, a la tierra, a los animales, a la cercanía. ¿Cómo salir de esta situación? ¿Resistiendo o cediendo? Es la gran pregunta de Alcarràs y la que día a día nos hacemos. Es la pregunta que se hace un gobierno para aceptar la propuesta de autonomía de un país sobre otro. Es la pregunta que se hace una actriz que decide coger un papel que detesta pero necesita. La que se hace un falso autónomo que quiere seguir trabajando de periodista. La disyuntiva que plantea la película toca a cada espectador o espectadora de una manera. Es quizá el milagro de Alcarràs, ese y que una película de presupuesto medio, que ha tardado años en rodarse, pueda existir en nuestra cinematografía.
Todo esto lo consigue filmando muy de cerca a una familia de agricultores que debe abandonar sus tierras después de la última cosecha de melocotones, en medio del calor de agosto, de las siestas, de las fiestas veraniegas. La familia como último reducto en el que refugiarse, pero no como una arcadia feliz e idealizada, ni mucho menos nostálgica. La familia también ahoga, sobre todo si eres mujer. La familia también coarta las alas si eres adolescente. El contraste entre roles, el femenino y masculino, es otro de los matices en los que ahonda la directora. Unas mujeres que aguantan y unos hombres cuya masculinidad tradicional ya no sirve en este nuevo mundo. Las lágrimas del protagonista en una escena catártica lo dejan claro.
La narrativa de Alcarràs se inserta en la órbita de una nueva ola de directoras de una misma generación donde destacan figuras como la italiana Alice Rohrwarcher, con la que la catalana comparte estilo visual, temas y sensibilidades o en sus influencias, como el neorrealismo italiano. También en esa continuación del cine de Claire Denis o el de Lucrecia Martel, de la que admira el uso del sonido. Por supuesto por directores clave del cine español, como Carlos Saura, con los ecos a La caza en esos conejos que amenazan los melocotones, o el búnker de la Guerra Civil donde juegan los niños, o el recuerdo a la posguerra del abuelo. También a Víctor Erice, uno de los directores que mejor ha captado la luz y la ruptura familiar.
Pero además, Alcarràs sigue también una línea marcada por la literatura, por relatos recientes como Canto jo i la muntanya balla, de Irene Solà y por obras más tradicionales, como El camino de Delibes. Y en una tradición de la literatura catalana, con autores como Àngel Guimerà en Terra baixa, o Enric Valor, que explicó aquello de cómo la Guerra Civil fue un conflicto ligado también a la tierra en Terra batuda, donde la agricultura es el centro del relato. Como el escritor valenciano, Carla Simón es una directora humanista y amante de la tierra. Que ha sabido crear desde su realidad un cine que nos describe y que nos apela recreándose en cada mira, gesto, juego o canción popular, cosa nada fácil en este mundo voraz y cambiante.
La película se abre con una escena fantástica, que demuestra lo bien que rueda la infancia, los juegos y los descubrimientos Carla Simón, algo que ya nos dejó claro en su debut, Verano 1993, película ganadora de la Bizanaga en el Festival de Málaga. Tres niños juegan en un coche abandonado. Unos minutos después una grúa gigante se lleva ese coche. Una metáfora de todo lo que irá contándonos después, de cómo el pez grande se come al pequeño, da igual los gritos y las manifestaciones de agricultores, da igual el esfuerzo y el trabajo. Nadie puede con el grande, no es una cuestión de tamaño, sino de dinero.
La cámara sigue a estos actores, habitantes de la comarca de Lleida donde se rodó Alcarràs. Payeses que saben lo que es vivir en el campo y trabajarlo que consiguen que creamos que son una familia, que traspasan la realidad y la ficción con su interpretación natural y sincera. Emocionaron a Hamaguchi, uno de los miembros del jurado en Berlín, y emocionan al espectador que ve cuerpos reales, rostros heridos por el sol y el esfuerzo. Los planos de los bancales de melocotones separan las escenas. Sirven de pausa y de advertencia de lo que vendrá. Los vientos, la lluvia sirven de pausa y advertencia de lo que vendrá, las excavadoras acabarán con los cultivos en favor de las grandes extensiones. Todo ello sin caer en el error de embellecer el paisaje. La fotografía de la ganadora del Goya, Daniela Cajías, juega en este sentido y nos regala planos maravillosos, como el del abuelo bajo una higuera, o el de toda una familia mirando junta el fin de una época. Es un plano que dura un instante, pero que tiene ecos de las Meninas en un juego de espejo con el espectador, que se mantiene en todo el filme. Dejamos de estar en la butaca para adentrarnos en el terruño. Nada más inmersivo como esto.